-por Claudia Rafael-
(APe).- Dicen que hay un sexto continente. Que no tiene principio ni final. Allí habitan, sin un esperanto para sus días, los millones de migrantes que debieron dejar su tierra. Que fueron perdiendo de a poco ese sabor dulzón a su terruño y el olor de la piel de los suyos.
Gentes que van dejando su historia, que van diseminando por el suelo que pisan sus identidades y sus utopías.
Cargan su hatito de nostalgias sobre el hombro izquierdo y se suben a la barcaza que los hará cruzar océanos de diversidad. Llegan a destino o jamás lo hacen, atemperados por la fuerza de un sistema que les demostró la mueca más amarga de la exclusión y los marcó a fuego. En cada tiempo. En cada rincón abandonado del mundo. Para las Naciones Unidas llega hoy a 214 millones el número de migrantes en el mundo, que serán –según la ONU- 405 en el 2050. Y que se suman a los 740 millones de migrantes internos.
Cada uno carga sus propios recuerdos como estandartes a los que no renunciar. Dejando para siempre eso que fueron y sin ser del todo, jamás, aquello a lo que fueron al encuentro. Y que, como eternos Ulises repetirán hasta todos los hartazgos deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta.
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Con aroma de aldea, Arva tenía semejanzas con una bella pintura de otro siglo. Una única callecita cementada que atravesaba el pueblo de punta a punta, con un ramillete de casas de un lado y unas pocas del otro. Apenas una veintena en total y a la hora de contar los habitantes bastaban unas pocas manos. Cuarenta dicen que tenía y a veces uno sentía que en ese número se incluían también las dos cabras de la anciana mujer de vestido negro y pañuelo oscuro que caminaba con un sólido canasto sobre sus espaldas en el que cargaba heno para alimentarlas.
Una vieja casona anidaba en las alturas los resabios de un incendio que todos ubicaban 400 años antes. Huellas de un pasado que había cobijado mayor esplendor.
Era un pueblo en el que el promedio de edad se asentaba seguramente en los 60. No menos. Llegar con una victoriosa juventud era soplar con los vientos del alma costumbres que incomodaban. Bastaba apenas preguntar para saber que los jóvenes se habían ido yendo. De a poco. Quién sabe cómo. Tomaban ese único camino con un bolso al hombro y la promesa de volver a la casita de los viejos, alguna vez, quien sabe, cuando el futuro huracanado devolviera el trabajo como signo de humanidad.
A pocos kilómetros el río Borgosesia, tormentoso, torrencial, atravesaba los días en aquel rico Piemonte del norte italiano. Allí donde apenas unas décadas atrás llegaban los migrantes del sur que golpeaban la puerta de una pensión para toparse con carteles que decían sin eufemismos que no se alquilaba a meridionales. Polentoni, mangiagatti, le devolvían la gentileza, remitiéndose unos y otros a los tiempos de la posguerra y la miseria.
En Arva, el pequeño pueblo de un solo camino, parecían asomar los hábitos de otras gentes nacidas un siglo y medio atrás. Con una vaca en el sótano dispuesta a calefaccionar la habitación de más arriba; un luto eterno para las viudas y un olvido del resto del mundo con el que parecían dispuestos a convivir sin grandes preocupaciones.
Ya sabían que los pocos niños, una vez crecidos, partirían al destierro. El trabajo era ya una quimera para la aldea prealpina.
Graziela, la bella mujer entrada en años que regenteaba el restaurante de Quarona, escasos kilómetros más allá, canturreaba mamma mía, dammi cento lire che in America voglio andar... al tiempo que lavaba los platos. Con esa cadencia alegre guarecía historias de hijos que se van demasiado lejos, reconstruía los relatos de las mujeres hundidas en el agua de los arrozales, con las polleras alzadas, un pañuelo recubriendo la cabeza y las piernas bien abiertas para no perder el equilibrio. Cento lire io te li dó, ma in America no, no, no...
Los hijos se van y ya no vuelven, decían como una sentencia de pueblo de migrantes. E cosí la vita, asentía el viejo campesino que seguía, como cada día del otoño de su vida, pisando fuerte los erizos que caían de los árboles para ver salir a la luz las castañas.
La historia se repite. Lejos, muy lejos, Mojón Grande, se recuesta sobre el vientre de la tierra misionera. Dicen las cifras de los que gobiernan que el poblado tiene menos gente que veinte años atrás y dicen, también, que “la caña puede salvarlo”.
Es un pueblo en vías de extinción. Mote indisoluble cuando el desempleo abre sus zarpazos mientras va dejando heridas que no habrán de cicatrizar.
El río Uruguay roza de humedades las tierras de San Javier, donde se recuesta Mojón Grande. El censo 1991 concluyó que llegaba a duras penas a los 2.285 pobladores y que integraba ese ancho bastión de 400 pueblos que se van adormeciendo. Diez años más tarde, el censo diría que eran 2.233. En 2010, apenas diez más. Uno por cada año. Como pequeñas gotitas de rocío. Viejos que van muriendo, niños que nacen o que mueren de hambre temprana, jóvenes que arman su bolso y buscan destinos de grandezas que se transforman prontamente en quimera inalcanzable.
La esperanza de los habitantes de Mojón Grande está en los cañaverales, cuenta el diario. En el boom de la caña de azúcar, promete. “Fundamentos para la esperanza de poder crecer gracias a la zafra de los próximos meses, parecen sobrar. Es que en último año creció al ciento por ciento la producción cañera con 4.500.000 kilos en toda la región, teniendo a Mojón Grande con nada menos que casi la mitad de esa zafra, con poco más de 2 millones de kilos”, anuncia El Territorio.
Millones que no derraman la dulzura de esos cañaverales que se vuelven hoscos para los vulnerables.
En Mojón Grande –insisten los funcionarios- “trabajo no falta”. Lo que falta es un sueldo.
En apenas cuatro meses que dura la zafra la región se juega el año entero. Pero los jóvenes se van. No hay un abrazo del país de las macroeconomías y los aplausos desde el Times o los discursos de un PBI que ubica a la Argentina –según medios económicos- en los primeros puestos internacionales de tasas de crecimiento.
Pero la macroeconomía prometente no abraza a los jóvenes que van quedando caídos en los márgenes sin esperanzas de subirse a un tren de dignidades que fue privatizado desde hace ya tiempo.
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Son millones. Como pequeñas hormigas que van dejando pequeños trozos de sus identidades por el mundo. 214 millones, dice la ONU. La mayoría muy jóvenes. Son –diría Galeano- náufragos de la globalización. Despojados de su tierra, de sus manos, de sus sueños. Tratando de inventar algún sendero que les devuelva algo de tanto arrebato. Tantas veces van dejando girones de vida en el intento. Cruzando mares.
Trepando a trenes imposibles. Atravesando puentes. Golpeando puertas.
Construyéndose un pequeño techito en algún lugar perdido en el que todavía llegue algo de sol. 214 millones por el mundo. 740 millones en sus propios países. Como tercas mariposas siguen buscando un pequeño oasis que les devuelva, aunque más no sea por unos instantes, la primavera de la humanidad.
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