LÓPEZ
-por Silvana Melo-
(APe).- Su paso cansino. De huesos que duelen por andamio, por años, por tortura. Su camperita polar bordó. Sus 77 años corajudos de aquella madrugada. Sus 83 de estos días, cuando no está. No es en cuerpo ni en carne. No es en tumba ni en cristalito con foto y florero en la losa. Sus manos gruesas de albañil.
Sus cejas frondosas, su cabello escaso y sublevado. Su escuela abandonada en cuarto grado para trabajar la tierra.
Su silencio módico. Su calvario. La muerte espiada a través de la mirilla del cautiverio. Su pecho roto de la tortura. Su regreso a un mundo arado de piedades. Su silencio de dientes apretados. Su vida obrera simple, su huerta, su cuchara y su mezcla para alzar ladrillo tras ladrillo y armarse la pared que lo salvara. Los estrados, la justicia, el acusado, la historia que vuelve como una horda de recuerdos sangrientos. Su memoria escrita a borbotones. En boletas, servilletas, bolsas de cal. Su testimonio y la lápida sobre el genocida. Su apellido entre miles, bisílabo, ordinario, perdido en decenas de páginas de la guía. López. Agigantado en la Historia. Pequeño. Frágil. Indefenso.
La cara impasible del cruel. La sonrisa del cruel cuando escucha la sentencia. La cruz enorme en el pecho del cruel. La amenaza. El apellido largo e impronunciable. Clavado de Tos oclusivas. Que explotan entre la lengua y los dientes. Y en las venas de los asesinados. Etchecolatz. Clavado para siempre en el libro del genocidio. Preso en el cuerpo. Pero con el poder libre. Admirado por quienes fueron subalternos treinta años atrás. Y hoy siguen cuidando las calles para que no germine la buena gente.
El 18 de setiembre de 2006 salió López camino a la Justicia. Albañil de un futuro menos impune. Era el día del último ladrillo en el muro del cruel.
Nunca llegó. Nadie lo vio. Nadie supo. Nadie sabe. Como nunca nadie nada sabe en estas tierras. Como nunca nadie nada ve en esta historia.
Testigo en intemperie dos veces muerto. Testigo donde es letal ser testigo. Testigo en desamparo y en olvido. Con el genocida preso y sonriente. Y él quién sabe dónde.
Muerto sin muerte. Muerto sin cuerpo. Desaparecido errante. Gorra de visera sin cara en las paredes.
Cinco años y nada más. Sin búsqueda, sin investigación, solo, en la nada misma. Desaparecido trasnochado y desfasado. Con la cruz en el pecho del genocida desmontando las farsas. Dejando en claro que todavía los monstruos están ahí. Pero él no. El ya no.
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