-por Silvana Melo-
(APe).- Es la fotografía más nítida de exterminio. Es la síntesis del holocausto en las afueras de la puna. La palabra mantiene una desgraciada sociedad con los crímenes de la Alcaidía de Catamarca: su esqueleto deriva del griego (holos – kaustos) y significa todo quemado.
Así murieron los cuatro pibes, niños solos de la intemperie, adolescentes depositados al castigo y a la eliminación de la dermis social. Allí donde los chicos marrones de ojos chinos –por lo único que pudo reconocer Mariel Mendoza a su hijo- alteran el orden establecido, derraman herrumbre en los engranajes, clavos en las ruedas, espinas en los dedos de las estructuras determinadas y determinantes. Así murieron los cuatro pibes, en holocausto, quemados todos en sus cuerpos desechos y en el mínimo futuro que alguna vez les habrá correspondido en la injusticia de todos los repartos.
Es la pena de muerte, disfrazada de descuido, negligencia, accidente, responsabilidad individual, falla edilicia, policía perverso, jueza indiferente, y todos los eufemismos posibles. Pero es la pena de muerte. Porque los chicos solos, descartados, son vidas baldías. Improductivas. Arenilla en el motor social. Fuman y aspiran veneno en las esquinas, se anestesian la angustia y se aceleran la rabia. Se sienten afuera y espían por las banderolas. Corren el futuro y jamás lo alcanzan, pierden las zapatillas en la carrera, se rompen las manos con los vidrios de las paredes, los bajan de tres balazos en la esquina. Nunca llega el futuro. No llega. Y cuando está cerca se prende fuego. Con el encendedor de un policía.
La Alcaidía de Catamarca no estaba pensada para castigar ni para encerrar indefinidamente. No más que seis horas para infractores al Código de Faltas; una cañería represiva ligera, para descomprimir las comisarías. Sin infraestructura –sin detectores de humo- para sostener durante mucho tiempo a adolescentes en estado de castigo, aquellos con los que el Estado no sabe qué hacer. O sí sabe. Y quedó aterradoramente claro en las llamas donde se quemaron Franco Sosa, Nelson Molas, Nelson Fernández y Franco Nieva, todos de 16 y 17 años.
Más allá de las juezas de Menores Ilda Figueroa y Ana María Nieto, quienes los mantenían ilegalmente detenidos, existen responsabilidades políticas y sistémicas a las que hoy se les puede poner nombres pero los exceden. El ministro de Gobierno de Catamarca, Javier Silva, el subsecretario de Seguridad, Luis Baracat, el jefe de Policía, Francisco Soria. El gobernador Eduardo Brizuela Moral. Pero si el gabinete de ministros y las jefaturas policiales ya pertenecieran a la gobernadora electa Lucía Corpacci no hubiera cambiado nada. A los chicos se les hubiera ofrecido de todas maneras el encendedor de la inmolación como instrumento de autoexterminio. No importa quién gobierne ni qué policía esté al frente de la policía.
Pasadas las dos y media de la tarde terminaron de almozar y fueron a la celda a mirar televisión. Eran los únicos cuatro detenidos donde no podía haber detenidos. Alguien que vio, que oyó, que –dijo- declarará, lo relató a los padres. Las familias Molas, Sosa y Nievas lo hicieron público. “Un policía les dio el encendedor”, dijeron. Después “cerró la celda con candado y los provocó para que se prendieran fuego”. Le dijo “a uno de los muchachos si sos macho, préndete fuego. Le tiró el encendedor y les cerró la puerta de la celda con candado". No hubo motín ni peleas. “Si tenés huevos tomá, matate”, dicen que les dijo. Maltratados, humillados, golpeados, cansados, rodaron la piedra. Y apareció la llama.
Los pibes ahora son sólo cenizas. Como tantas otras cenizas surgidas de las llamas del encierro. De la pena de muerte para los condenados por origen. Sin juicio ni sentencia. Su holocausto se quedará prendido en alguna glosa perdida de la historia. Pero a nadie le erizará la piel. Ni a las instituciones ni a la sociedad.
Serán sólo memoria en los containers. Pena en la muerte.
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