Por CLAUDIA RAFAEL
(APe).- Son las bandas. Así las llaman. Así se sienten. Es la raíz de su propia identidad en un territorio en el que la desesperanza, la inestabilidad y la noción de no futuro los atraviesan por entero. “La banda de los nenes”, titularon los diarios en estos días sobre un grupo de pibes de La Plata. “Ninguno pasa los 15 años”, aclaraba Diario Popular.
“Los Pepitos: una banda juvenil con antecedentes que asustan”, titulaba el histórico diario El Día, de La Plata, en marzo pasado. Al mes siguiente anunciaría la detención del “Peladito”, definido como el líder del grupo que, el mismo medio describía, integraban también el Orejón, el Oreja y el Mudo. Grupo que tomó –o le asestaron- el mismo nombre de la legendaria banda que lideraba en los 80 y los 90 Margarita Di Tullio (Pepita, la pistolera), que regenteaba prostíbulos y comercios varios y que llegó a estar procesada por el crimen de José Luis Cabezas.

La mayor parte de ellos tiene el destino signado. Algunos ya tocaron la frontera de la muerte. Fueron atrapados en un descuido feroz por una bala que les segó la vida, como Omar Cigarán. Que tenía 16 aquel 15 de febrero de 2013. Justo el día anterior los policías que irrumpieron en su casa revestidos de itakas gritaron a su mamá: “Si hoy al guacho no lo entregás a la comisaría, mañana lo tenés muerto”. Promesa cumplida.
A otros la multiplicidad de drogas le fue minando el cerebro. Los suele encontrar sin saber bien quiénes son en una esquina cualquiera, viendo el movimiento de otros, la risa de otros, el amor de otros que mueven sus pasos frente a sí. Porque la vida suele ser para ellos un fantasma inasible e inexistente. A muchos los devoró la cárcel o, si no lo hizo aún, saben bien que lo hará. Como a Emanuel, en Olavarría, que –ya mayor de edad- fue condenado a 10 años y ocho meses de prisión por “homicidio agravado por el uso de arma de fuego”. Pero antes era uno más en “la banda de los Tatitas” y luego, ya adolescente, integrante de temer en “la banda de los Tinkii Bibi”.

Son “la banda”, “la pandilla” porque es ése su sesgo identitario hacia adentro y hacia afuera. Nombrarlos de a uno, por sus nombres, con sus angustias, con sus propios miedos, los hace vulnerables. Así fue con Emanuel cuando tocaba timbre y preguntaba: “¿me da unas monedas si le barro la vereda?” cuando apenas rozaba el metro de altura. Así era con José, a sus 8 años, y la risa de ternuras mucho antes de su pertenencia bandolera en La Plata y su futuro tumbero de mirada pétrea. Las instituciones los vieron una y otra vez, en cada caída, en cada derrumbe, en cada esquina. Los cercaron o los expulsaron. Los arrinconaron o los fagocitaron.

“La banda de los nenes”, “la banda de los Pepitos”, “la banda de la frazada”, “la banda de los Tatitas”, “la banda de los Tinkii Bibi”… intentan dirimir sus propias identidades con una musicalidad que irrumpe desde el miedo y a las que las instituciones (Estado, medios, sociedad) le asestan sellos indelebles en la frente. De ahí difícilmente se sale. Quedan arrinconados en laberintos que no tienen un arriba. Que no ofrecen destellos de luminosidad desde ninguna grieta. Llegan por estigma y por vacíos preparados con esmero. Por desamparo y por olvido. Hasta que las redes, sin resquicios para la salida, los hacen –violenta o paulatinamente- languidecer.
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