(APe).- Un día y medio viajaron hasta llegar. Un día y medio vieron pasar por la ventanilla los colores de los cerros, el beso de la llanura con el horizonte, los sembradíos infinitos, las matas sobrevivientes en la tierra seca. Un día y medio comiendo esperanza en el fatigoso tren que parecía dar la vuelta al mundo y parar en cada estación perdida justo en el ombligo de la nada.
El primer golpe fue la vertiginosa oleada de gente que les salpicó el barro licuoso de la indiferencia. Constitución era una marea que iba y venía tres veces por minuto. Celia y Elías se quedaron paraditos en medio de la locura. Ella apretó fuerte a su cría, tan chiquita, tan asustada de ese mundo que repentinamente se le venía encima. Y él se puso el bolso apretado a la axila. Tan minúsculo era. Lo suficiente como para sintetizar sus pertenencias.
Veinte años después la vida nunca fue como la habían soñado. Con el corazón en la boca siempre, aunque por derecho adquirido ese pedazo de tierra ya debería ser suya. Poquito a poco los bloques reemplazaron a las chapas y aunque el baño es una quimera, al menos hay un techo sobre sus cabezas. Amontonados entre las decenas de miles de familias que extienden, tentacular, el asentamiento. Lejos de la luz, de la ambulancia, del colectivo. Resignados ya a que no habrá otra vida. Ni para su niña que ya prepara a sus críos para la supervivencia, en las chapas de atrás.
Como hormigas se vinieron durante todo el siglo desde el norte profundo, desde los pueblos saqueados, a la ciudad que los estigmatizaría y los amontonaría en los arrabales. Ajenos y despreciados, buscaron el trabajo y una esperancita modesta en la propia oficina de dios, que suele descuidar sus sucursales. Pero ni así.
Tres millones de familias, de madres sueltas con sus niños, de hombres y mujeres desplazados, no tienen dónde vivir. O descansan sus huesos en casuchas inciertas, sin acceso a la infraestructura elemental. Son casi diez millones de personas. Un cuarto de la población total del país.
Según la Encuesta de la Deuda Social de la UCA más del 20 por ciento de las viviendas están tomadas o tienen pisos, techos y paredes que no responden a un mínimo parámetro humano. El 12,1 por ciento de la población vive en condiciones de hacinamiento.
Los derechos, en la Argentina, suelen ser bellos enunciados en los papeles y en los discursos. Se pontifica sobre el derecho a la vivienda digna. Lo impone con patetismo el propio texto constitucional. Pero en el suelo brutal, en las noches heladas, en el día impiadoso, no hay dónde vivir.
Sin cloacas, la electricidad suele ser un cable colgado y las garrafas son cada vez más caras mientras que el Estado subsidia a las distribuidoras de gas en red al que sólo accede la clase media o alta. Una de las grandes perversidades de estos tiempos cuando la justicia se para del revés.
Celia y Elías se vinieron desde Jujuy cuando el tren todavía atravesaba bufando los campos infinitos. Se vinieron a la capital, donde florecía el trabajo, les dijeron. Se levantarían pronto la casita y tendrían un jardín con higuera y una hamaca de colores. El 35 por ciento del déficit habitacional de todo el país se concentra en la provincia de Buenos Aires y el 24 %, en el conurbano. Ellos no saben de números. Pero lo sienten en la piel. En la puerta que se cierra con una lona ya sin colores.
El neoliberalismo aluvional los confinó en el depósito de la marginalidad. Nunca salen juntos de la casita. Saben que si la dejan sola pueden encontrarla ocupada. El puntero las alquila a 700 pesos. A gente que puede juntar no más de mil a fin de mes. Desde 2009 los alquileres en los asentamientos aumentaron un 62%. Ellos no saben de la burbuja inmobiliaria y las fortunas que valen las tierras de capital devoradas pacientemente por las villas. Sospechan que en cualquier momento la Metropolitana, la Federal, la Prefectura, la Gendarmería o todas juntas vendrán a arrasar con el chaperío para levantar torres que costarán toneladas de dólares.
De vez en cuando Elías se acuerda de su casita de barro cerca del ingenio. Le dijeron que ahora es todo cañaveral, que no quedó ni el monte de acacias donde cazaba cuises y quirquinchos, que el azúcar aprieta al pueblo y lo asfixia y que la gente se va o toma las tierras, una arenilla en la inmensidad cada vez más ajena. Cuatro muertos dejó la policía cuando llegó de noche y les quemó las carpas y les bajó a balazos la osadía.
No hay casas para la gente. La gente que siente la inseguridad en la puerta de su puerta sin puerta. Que no son los muertos que le replica indefinidamente la televisión. La inseguridad es el piso de tierra que se le mueve a los pies, el techo que se vuela al primer viento, la lluvia que moja más adentro que en la calle, la policía que arrasa y mata, sus muertos que valen menos, sus bocas reclamando, sin dientes ni cámaras.
La misma policía, brava con los débiles, que son tan fáciles de prepear, apalea en Tucumán para desalojar la Villa 9 de Julio y enciende fogatas con las carpas de los qom, atrevidas en tierras donde debe pasar la soja, reprime un terreno tomado en Junín de los Andes y se quema una casilla y se muere Lilén de dos años.
Los planes de viviendas son las llaves preferidas por los gobiernos para consolidar sus estrategias clientelares. Sueños Compartidos, Plan de Emergencia Habitacional, Plan Federal y sus agencias provinciales han sido herramientas para el desencanto y el manejo sombrío de fondos públicos. Los desesperados de diciembre arrojándose a un pedacito de tierra en el Indoamericano, usados con ruindad por el macrismo y el kirchnerismo para azuzarse, dejaron tres de sus muertos en las ruinas.
En la Provincia hay unos 600 barrios cerrados, enrejados y aislados de los Otros. Cómodos y protegidos por su policía privada y exclusiva. Con una densidad demográfica de tres hogares por hectárea. En las villas de la Ciudad, llegan 15 personas por día. Crecieron el 52% en diez años. Son más de 160 mil personas. Otro tanto sobrevive en asentamientos, barrios municipales con gravísimas fallas estructurales, inquilinatos, hoteluchos y pensiones. Muchos de ellos, presos de un minimercado inmobiliario marginal y vampírico que cobra sumas impensables por el alquiler de una pieza en la villa.
Celia y Elías todavía dejan escapar, muy a veces, los sueños monteros del Jujuy. No volvieron más desde que el tren se paró un día y languideció los pueblos y dejó los esqueletos de las estaciones. Saben que a su casa se la comió el ingenio como a ésta se la puede devorar un incendio cualquiera de estas noches o se puede evaporar en un bostezo si se viene la topadora. Se duermen a veces cuando el frío los deja, soñando cada vez más apenitas con el mañana. Con esa sensación amarga y rara de que la miseria es el techo más hermético para los sueños. APE |
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