jueves, 11 de agosto de 2011

LOS CREADORES LITERARIOS

UN ÁNGEL DE OJOS AZULES

 
Cerró la puerta de su departamento con llave.
En ese momento le pareció ver una tenue sombra sobre el costado de la escalera moviéndose hacia el piso de abajo.

Seguramente era uno de sus  custodios cumpliendo fielmente su tarea, y tratando de pasar desapercibido.
 
Caminó por el pasillo hasta el palier de ascensores y oprimió el pulsador de llamada para descender.

Se abrió la puerta automática y un resplandor de luz semidifusa lo envolvió cubriéndolo de pies a cabeza, descubriendo la figura de un hombre pulcro, apuesto, ordenado, arrogante, que encajaba perfectamente con el puesto que desempeñaba como titular de una secretaría, en un ministerio de gobierno; un hombre del estado, una figura importante dentro del espectro político actual; y que por supuesto mantenían custodiado, como es costumbre hacerlo con la mayoría de los altos funcionarios públicos.

En el interior del ascensor se encontraba otra persona; sin poner mucha atención en ella, no dudó de que fuera otro miembro del equipo de seguridad, que vigilaba constantemente cumpliendo con la obligación de protegerlo.
Descendió en planta baja, atravesó el amplio y lujoso palier de entrada, pudiendo advertir junto a la acera el automóvil oficial, con su chofer al volante que lo aguardaba; y junto a la vereda de enfrente el vehículo que lo secundaría hasta su lugar habitual de trabajo, como custodia permanente durante el trayecto.

Todo parecía rutinario, normal, como todos los días.
De pronto sucedió algo imprevisto, que desviaría su eterna y ordenada rutina, que sin llegar a ser algo desagradable o peligroso, no se ajustaba a su impecable derrotero, ni al entorno del lujoso automóvil y menos a la apacible y armónica quietud de un lugar privilegiado de la ciudad.

Un niño aparentemente de unos diez años, aparece en escena, de improviso, en su trayecto entre el umbral del edificio y la calzada donde el chofer ya había puesto el motor en marcha; entonces escuchó claramente que el chico le decía:
-- Señor, señor... usted que puede... ayúdeme... tengo hambre... ¡por favor!

Estas pocas palabras alcanzó a percibir mientras una mirada penetrante, suplicante, pero envuelta de una increíble serenidad se clavaba en sus ojos, y apenas le dejaba registrar aquella endeble figura de cabello rubio, largo y lacio, ojos increíblemente azules, ropas raídas e insuficientes para la temperatura reinante de esa fresca mañana... y lo que más llamó su atención fueron los pies desprovistos de calzado.
Pensó que esta visión, casi increíble, dentro de su acostumbrado paisaje, sólo sería la de uno de los tantos niños de la calle que suelen merodear en los subterráneos, las estaciones de trenes, las plazas... pero era incomprensible que estuviera allí y en ese momento.

Antes que tuviera que detenerse o que intentara un gesto de molestia, desapareció de su vista. Uno de los custodios lo levantó prácticamente en vilo y pudo ver que desaparecía doblando la esquina próxima, del brazo de quien lo había retirado de su trayecto.
La rapidez con que había sucedido todo era comparable a lo fugaz de un sueño. Dejó de preocuparse por lo sucedido, dedicando sus pensamientos a los importantes temas que debería tratar con sus colaboradores, mientras acomodaba su pulcra humanidad en el asiento trasero del magnífico automóvil que lo transportaba.

Estos vehículos se desplazan, generalmente, por las anchas avenidas y a las máximas velocidades que les permite el tráfico, tratando por todos los medios de no detenerse por ninguna circunstancia y utilizando distinto recorrido cada día.

Detuvo la marcha frente al edificio donde funcionaba la secretaría a su cargo y allí uno de los custodios abrió la puerta para que descendiera; todo parecía normal, rutinario, como todos los días.

De pronto sucedió lo mismo, otra vez el niño de cabello rubio, largo, lacio,  ropas raídas y descalzo se interponía en su camino, clavándole esa mirada penetrante, suplicante, pero llena de una pasmosa serenidad que provenía de sus ojos azules y transparentes como el agua del mar.
Esta vez creyó no oír sus palabras, pero se percató del movimiento de los labios del niño que repetía como hablando para su profundo interior:

-- Señor, señor... usted que puede... ayúdeme... tengo hambre... ¡por favor!...


Lo observó detenidamente; era sin dudas el mismo niño, la misma ropa... descalzo; la misma e inconfundible mirada penetrante, suplicante, llena de una total serenidad.

Mientras un guardia volvía a retirarlo de escena, cruzó el hall principal y comenzó a preocuparse; como podía este chico estar en ambos lados casi al mismo tiempo. Calculó la distancia del trayecto y el tiempo empleado, sólo si alguien lo hubiese alcanzado en otro automóvil a mayor velocidad que el suyo, podría haber llegado hasta allí; pero: 

¿Quién?... ¿por qué?... ¿para qué?

Pensó que la figura de esa mágica visión contrastaba  en ese lugar como un trozo de barro en el asfalto, como una mancha de petróleo flotando sobre la límpida superficie de un azulado mar, o como un espinoso cardo entre las coloridas flores de un bello jardín.

En su despacho atendió asuntos de suma importancia que por el momento borraron su creciente preocupación, que era la de no hallar respuestas a esos interrogantes que se le planteaban por el fenómeno sucedido.

De pronto por el altavoz escuchó a su secretaria que le comunicaba que a la tarde debía concurrir a una importante reunión, en un lujoso hotel céntrico, para entrevistar a una comitiva de un país extranjero con el fin de  tratar temas de interés inherentes a su
función, temas que conocía muy bien y dominaba a la perfección. Le pareció raro porque estas reuniones se programan con debida antelación, siendo agendadas y de su conocimiento por lo menos una semana antes de su concreción.

Luego del almuerzo, salió del edificio, ascendió al vehículo que lo esperaba en marcha, recorriendo en pocos minutos la corta distancia hasta el hotel donde lo esperaba la comitiva de otro país. Turistas, pasajeros, conserjes, choferes, se movían inquietos sobre la ancha explanada del hotel; subiendo o bajando de vehículos particulares, remises, taxis o buses de transporte con visión panorámica.

Todo parecía normal y rutinario, como siempre; el automóvil se detuvo frente a la puerta principal de entrada y alguien abrió la puerta para que descienda. En el momento de hacerlo, allí, a escasos metros de distancia, otra vez el mismo niño.
Su pulcra, ordenada, prolija y arrogante humanidad pareció descender en un instante de lo alto de los cielos a lo más negro y profundo de los infiernos, de las elevadas, puras y blancas nubes al fondo de las oscuras e impenetrables entrañas del mar.

Mientras descendía muy despacio, como en cámara lenta, aquella frase repicó en su
cerebro lo mismo que antes:
-- Señor, señor... usted que puede... ayúdeme... tengo hambre... ¡por favor!

Era imposible que estuviera allí donde el personal de seguridad del hotel tiene todo totalmente controlado; donde sus guardias se encargan de despejar permanentemente los alrededores donde transita su honorable personalidad. Esta vez como sus movimientos eran increíblemente lentos, la frase se repetía invariablemente una y otra vez.

Nuevamente uno de sus hombres tomando al niño del brazo lo apartó de su camino conduciéndolo hasta uno de los vehículos, aparentemente esta vez con la intención de entregarlo en la seccional policial más cercana. Un impulso casi instintivo lo indujo a abandonar su acostumbrada postura de hombre duro e imperturbable.

Se acercó al coche al cual habían subido a la criatura en el momento en que partía; por la ventanilla baja pudo apreciar nuevamente la mirada penetrante, suplicante y a la vez colmada de una extraña serenidad, que unos pequeños ojitos azules como el mar, clavaban en los suyos.

No pudo entonces reprimir casi un grito que brotaba de su garganta en una suplicante pregunta :
-- ¿Quién eres? – no obtuvo respuesta.

-- ¿De dónde vienes? – tampoco hubo respuesta

-- ¿Qué quieres? – también sin respuesta.

-- ¿Dime al menos como te llamas?... –  suplicó desesperado.

Entonces el niño, sin dejar de mirarlo con el brillo penetrante de sus ojos azules como el cielo o como el mar y con voz dulce, serena, pausada, responde simplemente:

-- ¡Jesús! -

Julio Jorge Faraoni
Segundo Premio, Categoría Libres, Género Narrativa, en el 18º° Gran Concurso Literario y Artístico “57º Aniversario del Periódico Mi Ciudad - Año 2010” - 13 de setiembre de 2010.-


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