sábado, 25 de junio de 2011

INFORME DE OPINIÓN

ArgenTrauma

Por Cristina Baccin (*)

(APe).- El caso de la flagrante defraudación por parte de los Schoklender hacia Las Madres de Plaza de Mayo, me hace reflexionar que nuestro país sigue recorriendo  incensantemente un camino de violencia-trauma. Argentina parece sufrir síntomas parecidos a los individuos sobrevivientes de traumas por guerras,  campos de concentración,  abusos y violencias. Argentina: ¿país-sobreviviente?, ¿país-trauma?
Al leer la reacción de los medios y los comentarios del público en foros online ante el caso Bonafini-Schoklender, cuesta interpretar la escandalosa saña de medios y público hacia Las Madres. ¿Es una nueva oportunidad de la oposición para pegar al oficialismo? Como nueva oportunidad, ¿es, acaso, igual a otras formas de hacer oposición?

Los Schoklender, criados como monstruos de monstruos, encontraron el lugar perfecto para ser protagonistas, nuevamente, de la rueda de la violencia. Sergio Schoklender, asesino liberado por el sistema judicial argentino, fue cobijado por “Las Madres”.  Y los carriles de la línea “Violencia-Trauma” reaseguraron otra vez la llegada a la estación de Dolor.

Ahora, se escuchan voces que alertaron sobre el peligro que representaba el apoderamiento de Sergio Schoklender de unas de las organizaciones más caras a la sociedad argentina. Hebe no quiso ver y Schoklender no la quiso oir, reeditando algo muy familiar a los argentinos:  cada vez que algo parece recuperarnos, algo “aparece” para destruirnos y si los monstruos no vienen de afuera, por las dudas, se anidan adentro, reasegurando que a trauma se marcha.

Los caminos del dolor resultan intrincados y misteriosos. Y el dolor argentino, por conocido, me es aún más inextricable. Los argentinos poseemos una larga, densa y espeluznante historia de violencia y dolor que remonta a los tiempos coloniales.  Y todavía, ante la violencia –como la de Schoklender hacia su madre adoptante-, se responde con otro trauma: por si algo les faltaba a Las Madres, démosle más trauma de beber pegándoles en su imagen, en su capacidad moral y en su corazón. Eso parecen evidenciar algunas reacciones públicas. ¿Se equivocaron Las Madres al adoptar a un asesino como su representante legal? Sí, se equivocaron. ¿Es necesario decírselo a cachetazos mediáticos? Rotundamente, no.

Suele ser difícil que las sociedades reconozcan el daño que la violencia colectiva puede causar a la salud de una comunidad y a sus organizaciones. Así lo muestran diversos casos en el mundo, tales como: el genocidio de Armenia, el genocidio de la población judía en Alemania, la matanza y desaparición de poblaciones civiles en otros países de Latinoamérica y en África durante dictaduras genocidas y etnocidas del siglo XX, extremas violencias en el sudoeste asiático, la Guerra Civil española; o,  más remotos, como la expulsión de los judíos de España en 1492 y el genocidio de los pueblos originarios de las Américas por parte de los conquistadores.

Cuando de  violencia hacia individuos se trata, quienes no pueden reconocer la propia violencia perpetrada sobre su propio cuerpo, son pasibles de reproducirla afectando profundamente su vida. Mujeres o niños que fueran víctimas de violencia doméstica, por ejemplo, pueden ser pasibles de su re-victimización. Los mecanismos de re-victimización son los que permanecen más vívidos en sus articulaciones, a veces por décadas o por toda la vida. Quien conoce la vida desde el dolor y la violencia, se acostumbra y los incorpora a su familiaridad.

En el proceso de  curación en centros de ayuda para la recuperación de personas sobrevivientes de traumas por violencia colectiva, algunos de los pasos básicos que se recorren son: reconocer la violencia perpetrada sobre uno mismo, reconocerse como víctima de dicho proceso y luego, aprender a sobrepasar el rol de víctima al de proactivo sobreviviente. Y no más, víctima a tiempo completo.  Un ingrediente básico para la sanación es la compasión, en especial, compasión por sí mismo.

En el caso de traumas sociales, la respuesta colectiva puede ser “largamente silenciosa, sin memoria y abandónica, como en el caso del Holocausto durante los cincuentas y sesentas pero también puede ser repetidamente revivida,   representada y re-experimentada, como en el caso de Argentina”, sostiene el antropólogo Antonius Robben (“Pegar donde más duele”, 2008). Una sociedad como la argentina, que está recorriendo un camino de justicia largamente anhelado y postergado, con una enorme riqueza intelectual y creativa en la interpretación de sus propios sueños, no puede darse el lujo de no incorporar la compasión en su acervo cultural.

La falta de compasión por Las Madres en la reacción visceral de público y  medios argentinos ante la defraudación por parte de los hermanos Schoklender, suena a otra alarma para decirnos que un proceso de sanación, individual para nuestros sobrevivientes y colectivo para nuestra comunidad, aún requiere ser seria y sistemáticamente recorrido en las profundidades de  nuestra sociedad.

Víctimas como los jóvenes desaparecidos y sus niños, víctimas como sus familiares,  Madres y Abuelas, víctimas como parte de la sociedad argentina sometida a un silencio de terror y muerte, no se curan sin procesos colectivos de duelo y reparación. Compasión para sí mismos, compasión para el otro, compasión para reparar las profundas heridas infligidas a las personas víctimas de nuestra propia historia, van de la mano de la justicia y de un proceso de reparación social.

La anestesia al dolor y la corrosión de la corrupción dejan pocos resquicios para que esta sociedad recorra las vías que pueden conducir de Argentrauma a Argentina, un digno y precioso lugar en el mundo donde se pueda vivir, más que sobre-vivir.
(*) Periodista, ex decana de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNICEN, desde New Mexico, Estados Unidos.

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