(APe).- Con apenas 15 años, el pibe entró por primera vez al Colegio Militar del que egresó con honores tres años más tarde. Soplaban otros vientos en Buenos Aires en aquellos días en que el país era presidido por Domingo Faustino Sarmiento. La gran ciudad tenía poco menos de 180.000 habitantes. Cuatro compañías de tranvías a caballo competían para cubrir 300 manzanas de recorrido.
En ese contexto urbano que ya estaba dando el gran salto a la modernidad, el pibe asomaba como cadete prolijo y dispuesto a ascender en la pirámide del poder. No podía saberlo entonces. Su vida quedaría atravesada por la historia entera del país, sería erigido como el emblema del mal y el germen de lo que, apenas en breve, se mostraría como la cara amarga y cruel del aparato represor en nombre del Estado.
Ramón Lorenzo Falcón berreó por primera vez su irrupción en el mundo el 30 de agosto de 1855 y con apenas 18 años egresaba como flamante cadete militar. Su lugar por excelencia, ése que le otorgaría el gobierno porteño en 1906, fue el de jefe de la policía, que se ganó como veterano de la guerra a los pueblos originarios durante la Conquista al Desierto, ese eufemismo de la masacre de finales del siglo XIX.
Era otro país. Otra historia. Migrantes españoles e italianos insuflaban de utopía esta tierra de inequidades hondas. Socialistas y anarquistas se multiplicaban en calles y conventillos. Banderas rojas y negras se enfrentaban a ese poder hegemónico de una oligarquía que marcaba territorios y decidía destinos. El diario La Prensa describía cómo el 1 de mayo de 1909, el jefe policial seguía desde su auto cada uno de los instantes del encuentro que en Plaza Lorea habían organizado los anarquistas de la FORA. Falcón descendió lentamente del automóvil y pronunció: “Hay que concluir, de una vez por todas, con los anarquistas en Buenos Aires”. Once obreros muertos, más de 80 heridos –entre ellos, varios niños- serían la respuesta contundente a esa frase. Apenas tres días más tarde, la represión se redoblaría durante el cortejo fúnebre.
La historia, en ocasiones, responde mucho más temprano que tarde. Fue el 14 de noviembre, apenas seis meses más tarde, cuando el anarquista ruso Simón Radowisky, con apenas 18 años, arrojaría en Callao y Quintana una bomba casera contra el vehículo en el que viajaba Falcón. El país oficial, ése que delimitó riquezas y pobrezas, el que destruyó sueños y destinos, el que masacró vulnerabilidades expoliando y arrojando a la arena de los leones a millones, eligió claramente en qué lugar de la acera pararse. Hasta hace muy poco fue Ramón L. Falcón el nombre de la Escuela de Cadetes de la Policía.
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En abril de 2011, la ministra de Seguridad Nilda Garré ordenó rebautizar la institución para reemplazar ése (y otros dos nombres) por otros –dijo- “cuya trayectoria estuvo asociada con la democracia y su trabajo tuvo una fuerte vinculación con la comunidad”. Su determinación de arrinconar en el olvido los nombres de Ramón L. Falcón, Alberto Villar (uno de los fundadores de la Triple A) y Cesáreo Cardozo (primer jefe policial de la última dictadura) y reemplazarlos por otros no le fue simple. No había modo, después de todo, de encontrar en la vasta historia de la fuerza un personaje asociable al hombre bonachón que ayuda a cruzar la calle a la anciana del barrio, figura protectora de un imaginario imposible digna de cuentos de hadas y ajenas al rol para el que fue creada.
La misma estructura de la fuerza de represión echa por tierra de un solo plumazo la intencionalidad de Garré, destinada a instalar una falsa creencia: la existencia de la policía buena y la policía mala. ¿Acaso la policía mala es aquélla que erróneamente termina provocando los casos de gatillo fácil o –para utilizar la terminología de Rodolfo Walsh- de gatillo alegre y se sale de cauce reprimiendo equívocamente manifestaciones sociales?
El jefe de la Policía Metropolitana, Eugenio Burzaco, actuó con celeridad y ensalzó “la valentía y el profesionalismo” con que actuó David Alejandro Barrios “para proteger la vida del conductor y los pasajeros” del interno 77 de la línea 79 al matar a Jesuán Ariel Marchioni, de 23 años, y a Rodrigo Alfredo Romero, de 16 de dos disparos sobre cada uno. El segundo balazo sobre Romero fue disparado cuando el pibe ya agonizaba en el piso del colectivo.
Pero Barrios –para seguir con la categoría con se movió la ministra Garré para la selección de nombres- pertenecería según Burzaco a la policía buena.
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Los números que artesanalmente confecciona la Correpi ubican en más de 3200 los muertos en democracia por gatillo fácil. Desde 2003 a la fecha, alrededor de 1800. Historias como las de Franco Almirón o Mauricio Ramos, en la villa La Carcova, de José León Suárez son apenas una fotografía difusa de tanta muerte joven, pobre, morocha, desclasada. Franco y Mauricio fueron la imagen nítida y feroz de esos cientos de miles de cachorros humanos lanzados de prepo a la adultez entre la basura y la marginación. Icono perfecto de los nadies, esos que –diría Galeano- cuestan menos que la bala que los mata.
La policía –esa institución sobre la que un ex jefe de la Departamental Azul definió alguna vez que suele tener alguna manzana podrida que comete “pillerías”, en relación a un policía que había asaltado y asesinado a un productor rural- no es otra cosa que el brazo de un Estado que la necesita violentamente para su supervivencia. Para demarcar territorios y expugnar vidas y destinos.
Desde 1995 hasta la actualidad hubo –según la Correpi- 64 muertes provocadas por policías en la represión de protestas sociales. Dos durante el menemismo: Víctor Choque, asesinado el 12 de abril de 1995 en Tierra del Fuego durante las marchas por el cierre de fábricas y la ola de despidos y Teresa Rodríguez, dos años más tarde, durante las puebladas de Cutral-Co.
Durante el gobierno de la Alianza, 44: en diciembre de 1999, Mauro Ojeda y Francisco Escobar, durante el desalojo del Puente General Belgrano, de Corrientes; en noviembre de 2000, Aníbal Verón, en Tartagal y, un año más tarde, Carlos Santillán y José Barrios, en General Mosconi, Salta. Y los otros 39, caídos por balas represivas durante las luchas del 19 y 20 de diciembre de 2001.
En el duhaldismo, la policía acribilló las vidas de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, en la Estación Avellaneda. Como cristos enredados entre el cemento y la perversidad.
Desde 2003 hasta ahora, se suman otros 16. Esos números no son números. Son vidas. Historias. Sueños. Desafíos. Miedos. Las cifras son relatos. Son íconos. Son ternuras. Son corajes y narraciones colectivas. Son la radiografía exacta de esa parte del país que quiere que se escuchen las voces sumergidas.
Es Luis Cuellar, que el 10 de octubre de 2003 salió a la calle, como tantos miles a gritar por las calles de Libertador General San Martín que habían matado y torturado a Cristian Ibáñez en una comisaría y fue fusilado.
Es Carlos Fuentealba, maestro. Soñador de otro país y otra historia. Acribillado por la espalda el 5 de abril de 2007 en Neuquén. Es Juan Carlos Erazo, que junto a sus compañeros, trabajadores del ajo en mendoza, fue reprimido entre palos y patadas y murió pocos días después en el Hospital Metraux.
Es Facundo Vargas, que con sus 16 de alas y tormentos, vio cómo penetraban su cuerpo los plomos policiales un 15 de enero de 2010, en Don Torcuato. Junto a los vecinos, habían salido a la calle para reclamar por el asesinato de “Coco” Villanueva, un hombre de 60 que había asomado a la vereda a pedir a los policías de un operativo que “no tiren, hay chicos”.
No son números ni estadísticas ni gráficos desalmados. Son utopías. Son rebeliones y alaridos de justicia. Son Nicolás Carrasco y Sergio Cárdenas, los pibes de Bariloche que salieron desde el Alto a clamar tras el crimen de Diego Bonefoi, en junio de 2010. Son los Qom asesinados a mansalva en noviembre de 2010 por reclamar la tierra de su sangre y de su origen.
Es Mariano Ferreyra, que marchaba junto a los trabajadores, en Avellaneda, con el aullido de impotencia ante tanto poderío e inequidad. Son los muertos del Indoamericano, Juan Castañares Quispe, Rosemari Chuña Puré y Bernardino, en diciembre de 2010. O los caídos durante la represión en Jujuy, Juan José Velázquez, Ariel Farfán, Víctor Heredia y Félix Reyes que clamaban por un trozo de tierra en medio de tanta opulencia de los Blaquier, poderosos poseedores de ingenios y fábricas y miles y miles de hectáreas. Pedían arenilla en medio del desierto inmenso y obsceno de Ledesma.
Plomos salidos de armas policiales fueron asestados en las vidas de cada uno. Portadores de una utopía que persiste aún, a pesar de las tormentas. Plomos emanados del brazo ejecutor del Estado. Necesario. Imprescindible. Castigador de los márgenes y de las voces que se alcen en cada horizonte.
Son –escribió la nicaraguense Gioconda Belli- los profetas de la oscuridad. Se pasaban noches y días enteros vigilando los pasajes y los caminos buscando estos peligrosos cargamentos que nunca lograban atrapar porque el que no tiene ojos para soñar no ve los sueños ni de día, ni de noche.
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