Por José Luis Milia
Siento ante la cercanía de las elecciones la misma desazón que experimenté en marzo de 1976 ante la inminencia del golpe militar. Veo que la urgencia por encontrar una salida – la que sea — embarga a muchos que creía que pensábamos igual. Salvando tiempo y distancia hemos caído en la misma estupidez de aquellos que golpeaban descaradamente las puertas de los cuarteles. Lo que pasa es que el miedo no es zonzo, y por más que esta sea una de las tantas verdades del amigo Perogrullo, es la que mejor define a los argentinos.
En el fondo, a nadie le importaba en ese entonces si mataban a militares o policías, el “por algo será” en Argentina es un axioma de ida y vuelta. Ellos estaban para pelear, sacarnos las papas del fuego y si morían eran cosas del “laburo” que habían elegido. Si ni siquiera nos importó cuando mataron a Genta o a Sacheri. Con solo mirar los obituarios de Clarín y La Nación se podía leer entre líneas que el martirio, por Dios y por la Patria, era algo que ellos se lo habían buscado. Tampoco importaba mucho, en 1976, si los guerrilleros eran zurdos, si el trapo de la bandera era rojo o si venían de Cuba. Menos aún importaba en ese entonces que siendo los terroristas una organización de tinieblas, hubiera que apretarlos para que hablaran ¡Que nos iba a importar la posibilidad de la tortura como arma si nuestro miedo hacía que pidiéramos patíbulos para todas las plazas del País!. Pero nuestra preocupación se hizo carne cuando la guerrilla comenzó a matar a simples civiles — ingenieros, ejecutivos de finanzas, economistas — pobres tipos sin uniforme ni política en el corazón que solo cumplían con su función en las usinas del “capitalismo explotador”. Y ahí sí, ahí empezamos a acercarnos a los cuarteles y a sonreírles a aquellos que hasta ese entonces eran los “milicos”. Carne de desprecio para los idiotas iluminados por la reforma universitaria, la fatuidad de una presunta inteligencia “civil” y las bandas de políticos cagones que la República crió a su calor. Y, aunque a escondidas dijéramos que ellos se limpiaban el culo con la Constitución, era mejor que hicieran algo no fuera a ser que una bomba mal puesta o un dato erróneo sobre nuestra actividad nos pasara al socavón eterno.
Y lo hicieron. Entraron en una guerra tan asquerosa que hasta el menos avisado de ellos sabía que en ella la posibilidad de perder la vida era lo menos importante porque tenían la seguridad que lo que sí iban a perder era el alma.
Y sin embargo la hicieron. Y la ganaron. La hicieron y la ganaron por nosotros, por todos aquellos que de golpe, cuando empezaron a morir civiles, nos imaginamos una España rediviva donde te fusilaban por ir a misa o por profesar otras ideas que no eran las de la zurdería internacional. Y los aplaudimos y los quisimos hasta que nos sentimos seguros, hasta que tuvimos la seguridad que no los necesitábamos más, no ya como gobierno, sino ni siquiera como instituciones fundamentales de la República y avergonzados de haberles pedido ayuda, creímos las mentiras que de ellos nos contaron, les dimos la espalda y los abandonamos a su suerte. Los entregamos, sin siquiera el beso en la mejilla, a la saña de sus derrotados de otrora.
Todo lo demás es lo que estamos viviendo. Preocupados, volvemos a mirar los cuarteles y están vacíos en cuerpo y alma. Pero ha vuelto la intranquilidad fatal que nos atenazaba el corazón en 1976. En pocos meses habrá elecciones, y hay un sálvese quien pueda que nos hace soñar con cualquier salvavidas al que nos podamos aferrar. Cualquier tronco que flote es bueno. Pero cuando los miramos con detenimiento sabemos que ni siquiera son de corcho, son de puro plomo, porque son los mismos que han heredado la cobardía de los que no tenían soluciones y que, a escondidas, pedían también el golpe de estado, son, con otros nombres, los miserables de siempre. Son los apóstoles del “animémonos y vayan”, la misma sangre espuria de los que nos convencieron de abandonar a aquellos que ganaron para nosotros la guerra. Y la paz.
Ahora estamos solos, ahora veremos de que manera nos arreglaremos con lo que vendrá, ahora veremos de que están hechos los que perderán camisas y haciendas, los que se creyeron los cuentos de los militares demoníacos, los que se han olvidado de sus camaradas presos, todos esos que, acovachados en la intranquilidad histérica de que ellos habían zafado, saben que como se van a dar las cosas también los van buscar. Ahora, por fin ahora, después de 30 años sabremos con que madera estamos hechos, si seguiremos apostando a las agachadas aprendidas o si, al menos por una vez, dejaremos de lado nuestra cobardía y pondremos el pecho.
En verdad, me alegra que Cristina pueda ganar.
Autor: José Luis Milia
josemilia_686@hotmail.com
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