Bernarda puso los pies en el piso al alba. La mañana era una cerrazón helada y hostil, y el sol una promesa futura de tibieza incierta.
No lo sabía Bernarda pero a esa hora, las 4 de la mañana, el frío dolía en los nudillos de los dedos, punzaba la cara, un poco más de 1 grado de sensación térmica.
Lo zamarreó a Santiago, dos años y medio, y le dijo vamos, levantate, que nos vamos al hospital. Santiago dio un sobresalto: Bernarda entonces pensó que estaba soñando algo malo, un mal sueño, algo que lo puso mal.
Eso pensó Bernarda mientras les decía vamos, que nos vamos al hospital y el colectivo no espera. Pero Santiago no despertó: más bien balbuceó, envuelto en su propio espasmo.
El nene se ahogaba, no respiraba, y ese círculo no le permitía volver a la vigilia.
Bernarda se impacientó y no supo qué hacer. El miedo era entonces una sensación oscura.
Sinrazón
No amanecía. El frío afuera era un zarpazo que se abalanzaba sobre los cuerpos.
Bernarda intentó conseguir una ambulancia y salir rápido, pero la espera fue vana. Entonces hizo lo que pudo: envolvió a Santiago en unas frazadas, y salió a pie rumbo al Centro de Salud Ramón Carillo, varias cuadras por delante.
Salir a pie del barrio San Martín, adonde viven, en el sur profundo del Volcadero, es toda una odisea. Primero desandaron la cuesta empinada que los dejó en calle Ameghino, y después, sí, terreno firme y recto, más cuadras a pie. Pero Santiago no soportó el viaje: llegó sin vida.
Bernarda había amanecido como tantas otras veces, dispuesta a salir rumbo al Hospital San Roque: la pediatra le había descubierto un soplo en el corazón a Santiago, y le había pedido que le practicara un electrocardiograma.
Para llegar a tiempo, y conseguir un turno, la mamá había planeado una salida bien al amanecer. Pero el destino le hizo trizas esos planes, y la puso adonde está ahora, velando el cuerpo de su hijo, preguntándose por qué.
“Los papás están dolidos y shockeados”, dice el sacerdote Gustavo Mendoza, párroco de Nuestra Señora de Guadalupe, el templo católico más próximo, en barrio La Floresta. Y después dice esto otro, con certeza lacerante: “La realidad de nuestra gente los lleva a asumir sin demasiadas vueltas estas cosas que suceden; están tan golpeados, que toman estos hechos de otra manera. Cuando los fui a visitar, los vi ansiosos por recibir el cuerpito, que estaba en la morgue de Oro Verde, y que alguien les explicara por qué se había muerto su hijo”.
El cura hizo lo que pudo: rezó con ellos y les dejó una imagen de la Virgen de Guadalupe.
Dolor final
Santiago tenía mucha vida por delante y tenía también muchos obstáculos para sortear. Estaba en un primer nivel de desnutrición; tenía dos años y medio y asistía todos los días al Jardín Maternal Isleritos, del barrio San Martín, adonde recibía desayuno y almuerzo, entre las 8 y las 12.
Mariela Bergna, directora del Jardín Maternal, ocho años en el barrio, dice que conoce de cerca a la gente y al barrio, y que el barrio, este montón de casitas que se desparraman en lomadas que se abren a los costados del Volcadero, está tan cerca pero tan lejos de todo.
“Estamos a 15 cuadras del centro, pero a veces la distancia es abismal. No es fácil trabajar acá. Yo hace ocho años que trabajo y por acá han pasado 40 personas que no han resistido la zona ni los chicos. Es muy fuerte esto. Es el único jardín maternal al que se llega por camino de tierra, y en días de lluvia, es muy difícil entrar”, sostiene.
La docente dice que Santiago estuvo el lunes como todos los días, bien, tan bien como puede estar un nene con papás que viven del cirujeo, que sobreviven con planes sociales, que se iluminan enganchados de la luz, que se mal alimentan; tan bien como puede estar un nene con una desnutrición que no cedía.
“Ni siquiera puedo decir que haya sido un niño golpeado, porque nosotros los bañamos siempre que llegan, porque son chicos que duermen con los perros cerca, y ni vimos nada de eso. Ni siquiera puedo decir que haya muerto de frío, porque la casa donde vivía era la mejor casita de la zona, con contrapiso de material”, cuenta.
Santiago era el menor de cinco hermanos, iba solo al Jardín Isleritos, el resto de los hermanos asistía a la Escuela Bazán y Bustos, en el barrio La Floresta. “La empresa Petropack nos ayuda a nosotros, y les da beca a los chicos. Una parte de esa beca es la merienda para que lleven a la escuela, así que los hermanitos pasan todos los días por el Jardín Maternal a buscar la merienda. Conozco a toda la familia”, señaló.
Ahora, claro, todo es incertidumbre y dolor, y nada explica la muerte, porque la muerte no se explica. Sólo la pobreza se explica: y no se termina.
Geografía
El Jardín Maternal Isleritos es un sitio acogedor en una geografía arisca. Está a un costado de una calle pedregosa, Ameghino, que empieza con pavimento y termina de tierra pura.
Tiene una página en Internet, y allí se cuenta un poco de qué se trata toda esta zona: que está ubicado sobre calle Ameghino al final, en la zona oeste, a escasos metros del Volcadero Municipal, que sólo se cuenta con una calle principal, con 100 metros de asfalto y el resto de tierra; que el resto de las callecitas son tipo senderos.
Las viviendas de nuestros niños, así lo cuentan, son de lata, muy pocas de material y en muy mal estado, que cuando llueve se les moja lo poco que tienen; la mayoría, poseen un solo ambiente, con letrinas o algunos vecinos comparten; el piso de las viviendas es de tierra; y cuentan con un caño principal de agua que solo llega hasta la puerta de sus casas.
La gente, aquí, tiene déficit de alimentación, de sostén, de ingresos, de nivel de instrucción, de servicios, de atención.
Todas las familias concurren al Volcadero a recolectar vidrios, comida, cartón, metal, plástico o lo que encuentren para la subsistencia diaria, siendo éste el único trabajo de todos los integrantes del barrio.
No se cuenta con servicio de colectivos, ni tampoco de taxis o remís, porque no entran al barrio. Entonces, todos se mueven como pueden, con lo que tienen más a mano, carros o caballos.
No cuentan, tampoco, con teléfonos públicos ni con polideportivos y lo más cercano que existe, escuela primaria, secundaria, hospital, policía, iglesia, está a largas seis cuadras.
(*) Gentileza El Diario, de Paraná |
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