APE / OPINIÓN
Por MARIANO GONZÁLEZ – Fotos: ANA LAURA BEROIZ
(APe).- El secretario de Derechos Humanos de la provincia del Chaco, Juan Carlos Goya, volvió a disparar días atrás los dardos de un racismo que el Estado Provincial afila con paciencia.
En una entrevista telefónica, consultado sobre la presencia de familias comiendo de un basural, el funcionario afirmó que los indigentes “se sienten cómodos” en esa situación de comer de los contenedores, situación a la que retornan permanentemente a pesar de los esfuerzos del Estado Provincial de proveerles “seguridad alimentaria y albergue”.
Por si fuera poco, Goya terminó por entablar cierta conexión entre las condiciones de indigencia y lo que denominó “serias perturbaciones mentales”. Así, mediante una maniobra discursiva, aferrándose a la idea de insanidad de las personas que viven en esas condiciones y traspolando la problemática a cuestiones psíquicas y no sociales, intentó disipar las responsabilidades del Estado engolando la voz e invocando a La Libertad.
Esgrimir una aceptación cultural no deja de ser un juego de palabras en donde diluir la ausencia del Estado y derramar las culpas en un Otro, siempre tan cercano a la entelequia deshumanizante. Lo culturalmente aceptado tiene el velo de la naturalidad con la que nos paran frente a hechos no naturales; creados, aceptados y gestados desde los resortes y discursos del poder que rebotan en los arrabales del entramado del micropoder. Rebotan en la ínfima cotidianeidad que los reproduce de manera casi imperceptible.
Como supo decir el Loco de Turín (*), existe un pathos de distancia entre el que nombra y lo que se nombra. Ese pathos es el umbral que separa lo uno de lo otro. Separa La moral y la bondad de todo lo bajo y mundano, de todo lo plebeyo, de todo lo Otro. Nombrar es ese derecho señorial a crear “verdades”, valores y sentido común. No es otra cosa que la manifestación del poder de unos sobre otros. Del poder de unos de constituir a lo Otro.
Tras el telón de los discursos de subjetivación sobre la vagancia, la comodidad de comer en los basurales, los deseos de trabajos informales para no perder concesiones asistenciales se ocultan las sombras taciturnas de la precarización, la falta de acceso a una vivienda digna, los salarios de miseria, el clientelismo, el dominio de los cuerpos y las instituciones normalizadoras hijas del encierro subterráneo. Se esconden así bajo la alfombra de los discursos, no sólo los cuerpos sucios y hacinados sino también la pobreza estructural de un sistema que no hace más que expulsar hacia los márgenes los desechos humanos que produce. Cuando el funcionario, amparado en su autoridad moral invierte las culpas mediante sus discursos, no está más que ejerciendo su poder de colonizar subjetividades, de constituir e instaurar esas “verdades” sobre lo Otro.
Los niños que patean y revuelven los basurales, habituados a soñar con tesoros imposibles por entre el plástico que aún conservan los aromas de la sorpresa imaginan pequeños mundos donde otros sólo ven caos y podredumbre. Son, siempre, los únicos capaces de construir nuevos universos por entre los escombros de éste. Esos niños, buscando entre la basura los restos de un juguete, las sobras de una cena o el recuerdo de un abrazo lejano, no encuentran jamás en los hedores del basural las libertades que engalana Goya con sus labios y que niega con su codo. Sin embargo no claudicará la búsqueda; sólo desde la mirada tierna y pícara de la niñez podremos crear nuevos valores que nos den la ternura para vencerle el brazo a la lógica del amo y a su poder de nombrarnos.
(*) Friedrich Nietzsche era conocido como “el loco de Turín”.
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