APE / OPINIÓN
Por SILVANA MELO
(APe).- Un arquetipo brutal de la soledad humana. Así caminaba apenas, zanqueando con patitas chuecas, el niño sin nombres. Le colgaban los pañales por el peso de la humedad y le temblaban las manos del frío. Junio no es aconsejable a las cinco de la mañana de Neuquén, en las banquinas de la ruta 22.
Tiene tres años y caminaba torpemente, como cualquiera camina a los tres años. Iba cerca del Casino Magic, siguiendo, tal vez, las huellas de sus padres.
Ese niño se cargó toda la soledad del mundo. Trae en su batita escasa el peso de un destino anónimo, el morral del desarraigo, la sangre de los confinados, de los expulsados, de los deportados.
Iba helado, tranco a tranco, a la vera de la ruta 22. A las cinco de la mañana es noche en junio. Y parece que no va a volver a amanecer nunca más.
Dicen que vive en la calle J.J. Lastra de Neuquén capital. Y que esa noche estaba solo. Solo de toda soledad, atávica, histórica, ancestral. Se levantó y salió, en busca de una teta que lo devolviera al origen, tal vez. O de una mamadera caliente que le ajustara el porvenir, que viene en tiras de desconsuelo por estos días. Había una puerta lo suficientemente abierta como para que él se colgara. Y la calle se le apareciera colosal y oscura. Con brujas que estacionan sus escobas en las ochavas de todas las infancias. Con monstruos y pesadillas. Siempre menos peligrosos que la humanidad que acecha, que el Estado que define quién sí y quién no, que el poder que decide para quiénes amanece y para qué niños de tres años la noche es una lengua demasiado extensa.
Giorgio Agambén tomaba el concepto griego de la zoé (el simple y despojado hecho de vivir, separado del bios, que es la vida que surge a partir de la incorporación del lenguaje, la política y la ciudadanía) y concebía la nuda vida. La vida desnuda como fuerza biológica. “En las instancias iniciales de la vida, la biopolítica designa la situación en la que se suprime el bios para despojar todo lo humano de los humanos”, analiza Eduardo Bustelo. Porque la biopolítica “define el acceso a la vida y (…) asegura que esa permanencia se desarrolle como una situación de dominación”. El hombre, ya no niño, deja su condición de hombre, de vida desnuda, para ponerla en manos de la política y de las instituciones. El niño de tres años que camina solo por la banquina de la ruta 22 es la cerámica cruda, la vida desnuda, el barro al que no han cocido. Es la humanidad en soledad, la vida recién inaugurada. Será el horno de la biopolítica, según Agamben, el que le dé la forma que les sirve al Estado y a las instituciones. Para estar dentro. O para quedarse afuera, en descarte.
El niño de Tafí viejo tiene cinco años más. Pero caminaba con la misma dificultad. Una cadena le rodeaba el tobillo derecho ajustada con un candado. El andaba arrastrándola por la vereda de una plaza. Y llevaba un bolso en los brazos. Sus pasos sonaban como los de la Llorona, la leyenda que corre por las noches tucumanas, de aquella mujer que perdió un hijo y lo buscará para siempre, eternizada en las cadenas con que la apresaron para asesinarla. Pero esta vez no es la Llorona. Es apenas un niño de ocho años que se escapa de su casa cada vez que su madre va a trabajar. Las cadenas son, desde los orígenes de la humanidad, el abismo ante el que se detiene la libertad.
El niño que camina solo en la helada madrugada neuquina es el niño sacer que definía Agamben. Es el despertar de la vida. La sacralidad de la vida para gran parte de las culturas que, paradójicamente, los han ofrendado a los dioses en las piras sacrificiales. Los niños flamantes, la vida en estado puro, son insacrificables. Pero a la vez, cualquiera puede matarlos sin recibir castigo. Sin consecuencia jurídica.
El niño de tres años que tranquea en las banquinas de la ruta 22 y el niño de ocho que arrastra sus cadenas por la plaza de Tafí Viejo pueden morir hoy. O mañana. De hambre, de frío, de desamparo, de soledad abrumadora. De un auto que los atropella. De las instituciones que los juntan como residuos. Del Estado que les deja en claro que no están incluidos en las listas del porvenir.
Y aunque el hambre es un crimen –y el frío de las cinco de la mañana en el junio de Neuquén también- no habrá criminales ante los estrados de la Justicia. No habrá culpables. No habrá castigo. Dice Fucault que “el soberano que convocaba a la guerra reclamaba la vida de su súbditos. Más que la vida, exigía la muerte como el derecho a dejar de vivir”.
La naturalización de esa muerte sin asesinos es la infancia que camina en las banquinas de la vida. En las heladas madrugadas. Y con cadenas en los pies.
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