JOSEF STALIN |
por ANDRÉS CHOWANCZAK
La madrugada del 10/02/1940, en la parte oriental de Polonia, ocupada en ese momento por la Unión Soviética, fue particularmente fría. En algunos lugares la temperatura llegaba a -30ºC (para quienes vivimos en Buenos Aires es difícil imaginar las consecuencias de esa condición meteorológica, personalmente pude comprobar los efectos de -32ºC; a menos de 2 minutos de haberme quitado un guante, sentí un dolor que literalmente“perforaba” mi mano).
El grito “zdzieśsowieckojawłaść, otwierajdwiery” ("Aquí la autoridad soviética, abran la puerta"), se escucharía sucesivamente en centenas de hogares polacos.
A partir de las 4:00 de ese fatídico día, comenzaría la deportación masiva de cientos de miles de familias polacas a Siberia. 1940 fue un año trágico para Polonia.
El 01/09/1939 Alemania la invadió desde el oeste, norte y sur y el 17/09/1939 haría lo propio la Unión Soviética desde el este. El país fue repartido entre alemanes y rusos.
Es muy conocida, en especial por medio del cine y la televisión, lo brutal que fue la ocupación nazi, pero poco se sabe de lo que fue la soviética.
Lo que voy a relatar a continuación, lo escuché en su mayoría de niño, de boca de quienes pasaron por ese infierno; sin embargo, me impresiona mucho más hoy en día, luego de ser padre, que cuando lo oí por primera vez.
Los soldados soviéticos entraban en los hogares polacos, empezando sobre todo por aquellos que ellos suponían que podrían ser caldo de cultivo de resistencia a su ocupación, es decir, maestros, profesores, funcionarios públicos, médicos, abogados, contadores, ingenieros, policías, sacerdotes, etc.
El procedimiento era sencillo: ordenaban, bajo amenaza con armas de fuego, a vestirse a toda la familia y a llevarse algunos elementos tales como documentos, dinero, ropa, comida, cacerolas, herramientas para labrar la tierra.
Dependiendo de la buena voluntad de quien llevaba a cabo el procedimiento se podrían llevar desde 10 kg por persona hasta 500 kg de pertenencia por familia. Después los llevaban a estaciones de ferrocarril -una de ella fue la de la ciudad de Luboml, hoy día perteneciente a Ucrania-, sin mencionar el destino final.
Atrás quedaban la propiedad de la familia y todas sus pertenencias, a las que no volverían a ver jamás. Los subían a los vagones, que no eran para transporte de pasajeros, sino para llevar ganado, presos políticos y soldados en condiciones infrahumanas.
En general, disponían de una pequeña salamandra y, en algunos casos, de literas improvisadas, donde accedían los niños y las mujeres. También contaban con un agujero en el piso para evacuar las necesidades fisiológicas.
El resto viajaba hacinado en el piso. Trato de comprender la desesperación de los padres y hago el ejercicio de imaginarme en esa situación con mi esposa y mi pequeña hija de 2 años y simplemente me surca un intenso escalofrío.
Una vez que el vagón estaba lleno, el tren partía y la marcha podía durar días. La alimentación consistía básicamente en la comida que cada familia había podido cargar consigo (en algunos casos, soldados soviéticos de buena voluntad advirtieron, en secreto, a los desdichados pasajeros que carguen la mayor cantidad de comida posible).
El agua se conseguía derritiendo el hielo que se filtraba por las hendijas de las maderas de los vagones. Cada tanto el tren paraba, en general, debido a la dificultad de avanzar porque las vías estaban cubiertas de nieve.
En esas paradas se repartía entre los pasajeros algo de pan y un brebaje al que denominan sopa. Respecto a la duración del viaje, los relatos diferían. En algunos casos llegaban a los 20 días; otros, en cambio, me comentaron que perdieron la noción del tiempo durante la travesía.
No había asistencia médica y si se sospechaba de que alguien padecía una enfermedad contagiosa, se lo separaba del grupo y el destino era incierto (seguramente era fusilado o abandonado a su suerte en el interminable desierto blanco, lo que indefectiblemente conducía a la muerte).
A los cadáveres de las personas que fallecían, por lo que no se suponía una enfermedad contagiosa, se dejaban en el vagón, para su recuento al llegar al lugar de destino. Si el tren paraba en alguna estación con un caserío cercano, se llamaba a la población para que vieran a “los burgueses polacos”, quienes en muchos casos eran tan pobres como los soviéticos que los miraban.
El destino final en ferrocarril fueron algunas ciudades soviéticas importantes como Arcángel, ubicada en la desembocadura del río Dviná en el Mar Blanco. Pero de ahí comenzaba un largo camino a pie (sólo las mujeres y los niños pequeños iban en camiones abiertos).
En esa caminata a quienes no podían seguir se los dejaba a la vera del camino donde morirían congelados y los cadáveres serían devorados por animales salvajes. Por muchos años aparecerían restos humanos, los cuales se supone que pertenecían a los polacos “deportados”.
Luego de la interminable caminata eran llevados en trineos remolcados por renos, hasta sus destinos finales, Jożma sería uno de ellos. Invito a los lectores googlear (en imágenes) el nombre Jożma (en polaco con el punto sobre la z). Les va a sorprender ver sólo fotos de tumbas; en cambio, si tratan de ubicar el lugar por medio de Google Earth, no lo van a lograr. Vale la pena aclarar que tan solo en esa infernal travesía, perdieron la vida el 10% de los “deportados”.
Una vez en sus destinos, los “deportados” pasarían a ser mano de obra barata para el régimen comunista. Irónicamente la falta de organización no generó grandes beneficios para el sistema (como sí, por ejemplo, lo hizo el nazismo) y convirtió la vida de los deportados en un infernal suplicio.
Una de las cualidades de estas latitudes, además del tremendo frío (son muy comunes las temperaturas cercanas a los -40ºC en invierno), es la duración de los días y las noches. Durante el invierno el sol asoma sólo unas horas y durante el verano, casi no existe la noche.
En estos “centros de detención” las reglas eran rigurosas y ridículas. Estaba prohibido pescar, cazar, recoger hongos del bosque, alejarse del establecimiento, entre otras acciones. El cumplimiento de estas disposiciones garantizaba la muerte por hambre. Por supuesto, nadie las cumplía.
El mayor suplicio de los deportados fue justamente el hambre, que llegaba a la inanición. En esto los relatos son dolorosamente coincidentes: la pérdida de peso era tal que los “deportados” se convertían en piel y hueso y la falta de vitaminas, en especial de la A, provocaba la ceguera nocturna, por lo que las personas perdían visibilidad con una pequeña disminución de la luz.
Esta enfermedad es un trastorno en el que las células de tipo bastón de la retina pierden gradualmente su capacidad para responder a la luz. No menos graves eran las afecciones pulmonares.
El hambre rozaba incluso la locura, los hambrientos perdían la capacidad de pensar en otra cosa que no fuese comer.La otra gran pesadilla eran los piojos y chinches, sobre todo en los niños, los cuales al rascarse se provocaban llagas que no llegaban a sanar.
En cuanto a la higiene era prácticamente inexistente, pero según algunos relatos que escuché, con el tiempo el olfato se acostumbra y no se logra percibir, ni el olor propio ni el de los demás.
En verano había más posibilidades de conseguir alimentos, pero todo el lugar era invadido por mosquitos que transmitían enfermedades y por insectos tan pequeños que no se podían filtrar ni siquiera con alambre tejido.
Una de las formas que tenían de conseguir alimentos era no declarar a los muertos y quedarse con su pequeña ración de comida. Más adelante, enviarían desde occidente paquetes de alimentos para los polacos, pero estos en su mayoría no llegarían a sus destinatarios y serían robados por las autoridades soviéticas.
Sin embargo, las cosas cambiarían, para al menos una porción de los “deportados”.
El 22/06/1941 el hasta entonces mejor y más respetado aliado de Stanlin, Adolfo Hitler, ordena la operación Barbarroja y da comienzo a la invasión alemana a la Unión Soviética. Cabe destacar que Josef Stalin estaba tan seguro de su alianza con los nazis que, pese a la recomendación de sus generales, no sólo hizo retirar una enorme cantidad de tropas que se encontraban al oeste, sino que además, cuando le dijeron que los alemanes estaban atacando a sus bases, lo primero que ordenó fue no responder el fuego puesto que se debía tratar de un error.
Cabe destacar que, además de los civiles deportados, había una enorme cantidad de soldados polacos, prisioneros en distintos campos; entre ellos se encontraba mi abuelo materno, el capitán Mikolaj Bychowiec.
Ellos tuvieron más suerte que los 25.700 oficiales asesinados por la NKVD, la policía política de Stalin (en esta cifra se encuentran incluidos los 4.443 oficiales fusilados en Katyn, entre los que se encontraba mi tío abuelo el capitán Jerzy Bychowiec).
Luego de la invasión nazi, Stalin se da cuenta que los polacos le van a ser mucho más útiles luchando contra alemanes que muriéndose de hambre en la Unión Soviética.
El 17/08/1941 se firma en Londres, entre el primer ministro polaco en el exilio el general Wladyslaw Sikorski y el embajador soviético Ivan Mayski, el tratado Sikorski-Mayski.
El mismo “amnistía” a los polacos “deportados” y permite la formación del 2do. Cuerpo de Ejército Polaco, cuyo comandante será el general Wladyslaw Andres.
El comando de esta unidad militar se situó en Kazajstán, debido a la enorme cantidad de deportados que había en esa región y a la relativa facilidad de recibir provisiones inglesas y norteamericanas sin que estas sean robadas por las autoridades soviéticas.
Desde todas partes de la Unión Soviética llegaban polacos para enrolarse. El general Anders, queriendo conseguir mejores condiciones de vida para esta gente, trató de llevarlos lo antes posible a Irán, logrando este cometido en noviembre de 1942.
Los soldados del 2do. Cuerpo tuvieron una destacadísima actuación en Italia, sobre todo en la batalla de Montecassino y muchos de los polacos nacidos en Argentina somos descendientes directos de ellos.
Los polacos que no llegaron a tiempo para unirse al general Anders, se enrolaron en las filas del 1er. Cuerpo del general Berling, el cual dependía directamente de los soviéticos. Muchos jóvenes no pudieron entrar por no cumplir con el único requisito solicitado, que era pesar más de 32 kg.
El destino de las familias de los soldados de Berling fue mucho más duro puesto que, en general, tuvieron que permanecer en la URSS hasta el año 1946.
Sin embargo, estos también tuvieron suerte dado que gran parte de los polacos “deportados” no pudo regresar jamás y muchos de sus hijos tuvieron que quedarse allí hasta estos días. Se estima que más de 1,5 millón de polacos fueron deportados a la URSS y de estos murió la mitad.
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