jueves, 20 de octubre de 2011

NOTA DE OPINIÓN

"Murió carbonizado, con las esposas puestas"

“Ando de pobrecristo a tu recuerdo
clavado, reclavado”, Juan Gelman


(APe).- Dice Margarita que “la justicia se ríe en la cara de los pobres”. Las palabras asoman cortitas. Tenues. Casi no suenan. Con esa timidez ancestral que golpea y abruma.


Parece que Margarita pidiera permiso para hacer fluir la voz. Es –era- la mamá de Nelson Molas. El primero en morir de los cuatro chicos calcinados en la Alcaidía del Menor de Catamarca. Con sus 44 años, quince hijos, ella y su marido Julio buscan respuestas que ya temen no encontrarán jamás.


“Era un buen hijo el nuestro”, dice la mujer. “Jalaba pegamento y esa mugre a veces le puede haber hecho hacer cosas malas. Pero era un buen muchacho”, cuenta en entrevista con APe mientras detrás de su voz en el teléfono asoma el berreo del más chiquito de los quince, que en noviembre cumplirá los dos años.
 
-¿Cómo se vive su ausencia?
 

-Por momentos, me siento culpable por su ausencia. Pero…yo fui a ver a la jueza Nieto, le pedí que me lo entregara. Estaba en huelga de hambre y me dijo que el lunes. Yo le dije que si no me daba respuestas la iba a denunciar. Pero no me escuchó. Después vino el padre de Nelson Fernández, que vive acá al lado, a avisar que había llamas en la alcaidía. Los policías estaban comiendo tranquilamente y dijeron que no habían visto humo. Cuando llegamos me dijeron que estaban en el San Juan, en el Hospital de Niños. No sabíamos si estaba vivo, si estaba muerto. Nos decían que sí, que estaba internado. Pasaban las horas… pero no tuvimos una respuesta de verdad hasta las 10 de la noche en que tuvimos que ir a la morgue. Me lo entregaron en una bolsa a las diez de la noche.
 

Margarita habla de impotencia. “Qué quiere que le diga… ¿nos tenemos que encadenar para que alguien pague? Hay cuatro muertos, hay elecciones y no hay humanidad”.

Ese ramillete de hijos –desde el más pequeño, que da sus primeros pasos en el mundo al mayor, de 26- no llenarán jamás el lugar de Nelson. “El vacío que nos quedó no se ocupa con nada. Es el lugar de un hijo, con APenas 17 ¿vio? Un hijo que ya no está y no va a volver a estar nunca. Y la justicia, se lo digo porque lo sé bien, lo aprendí… la justicia se ríe en la cara de los pobres”.


Fue el 9 de septiembre. Era viernes. Aquel día murieron Nelson Molas y Franco Sosa. Al día siguiente siguieron esa misma huella Nelson Fernández y Franco Nieva, que estaban internados con quemaduras de enorme gravedad. APenas 16 y 17 años. Con las alas quebradas por un sistema de opresión feroz. Que los hermanó entre las llamas con Diego, Miguel, Manuel y Elías, vidas donadas al infierno de los crueles en la masacre de la comisaría de Quilmes de la que hará mañana exactamente siete años.


Nelson, Franco, Nelson, Franco. Cuatro ángeles, como pintaron en el frente de la casita precaria en el barrio Hipódromo de las afueras de San Fernando del Valle de Catamarca los profesores y compañeros de “Porcel”, como le decían de chico a Nelson Molas.


-Margarita ¿qué lograron reconstruir de los últimos ratos de su hijo?

 
-Dicen que los policías les dieron el encendedor. Habrán pensado “que larguen un poco de humo y después los sacamos”… dicen que les dijeron “a ver si tienen huevos para quemarse”. Y yo me pregunto, señora…¿acaso no tienen hermanos? ¿no tienen padres? ¿no tienen hijos? ¿qué les pasa? ¿No tienen humanidad?

Julio Molas tiene 59 años. Margarita le acerca el teléfono y él planta su dolor como bandera ineludible. Ese lugar del que jamás se vuelve. “Para mí –cuenta a APe- les pegaron a los chicos, se les fue la mano y los mataron y después les dieron fuego para que se quemaran”.


Su voz se escucha cansada. Tal vez de la vida, de tanto golpe duro, de esa jubilación precoz porque “se me jodió la columna y el hombro”…pero sobre todo de la ausencia.


“Los chicos ya no me van a la escuela. Vamos de un lado a otro para ver si hay justicia, pero justicia no hay. Una jueza renunció, la otra está con licencia médica, hay policías que renunciaron, el ministro de Seguridad también pero no hay justicia para nosotros, ¿sabe?. No hay”.


Los días siguen. Ya transcurrieron 40 noches en que los ojos se cierran y la pesadilla se enseñorea con todos ellos. “Y los chicos preguntan por qué no viene “Porcel”. Si jugaba con ellos todo el tiempo”.


-¿Por qué le decían Porcel?

 
-Es que de chiquito era bien gordo y por eso le pusimos así. Y le quedó.


-¿Y qué les responde a los más niños cuando preguntan?

 
-¿Qué quiere que les diga? Son chiquitos…entonces les digo que se ha ido a trabajar. Y así pasa el tiempo. Cuando tengan 12 años, recién ahí me voy a animar a decirles. Sólo les voy a contar la verdad cuando entren a comprender. Hay tantas cosas que no son simples de explicar.


-¿Cómo fue aquella otra lucha con “Porcel”? La de la droga, digo…

 
-Es triste encontrarlo así, aspirando pegamento. Lo llevábamos a institutos, a Casa Cuna que a la par tiene un lugar para adolescentes. Lo ayudaban, lo trataban. Pero bueno, él con su amigo, que eran muy compinches se compraban pegamento y ahí… Es duro ¿sabe? A mi hijo, esa vez lo tuvieron nueve días ahí, detenido. Y era menor de edad. No era legal pero igual lo tenían encerrado. Igual que a los otros chicos. E igual que se sigue haciendo ahora con otros chicos. Esa porquería del pegamento… eso lo perdía.


-¿Qué recuerda del último día?

 
-Fernández, el padre del amigo de mi hijo me vino a decir que se había quemado la Alcaidía y cuando fuimos, la policía me dijo que estaba en el hospital. Estuvimos ahí, la jueza Figueroa no nos dejaba pasar. Y mi hijo había muerto a las dos y cuarto de la tarde y recién lo supimos bien entrada la noche. Nos lo encontramos a las diez, en la morgue, todo quemado, todo carbonizado.


-¿Cómo continúa la vida después?

 
-Le digo que tengo una pesadez en la frente… Parece que me pesara mil kilos.

La casita de los Molas está –cuenta el hombre- “como a diez cuadras del centro. Es en el barrio Hipódromo, que tendrá unos 20 ó 25 años. Hace un tiempo nos pusieron el agua y las cloacas. Pero las calles son de tierra y no tenemos gas”.


Ahora el frente de la casa tiene a los cuatro ángeles pintados. Nelson, Franco, Nelson, Franco. “Mi hijo era un buen chico. A pesar de que tenía 17 años, jugaba a las bolitas y al fútbol con los chicos. Yo nunca me imaginé que a Porcel lo quisieran tanto. Cuando murió vinieron chicos de 4 ó 5 kilómetros de distancia, del barrio Santa Marta, de tantos lugares…”


-¿Cree que va a tener algo de justicia?

 
-Yo quiero que vayan presos todos los responsables. Por el capricho de una jueza mi hijo estaba ahí. El desde hacía nueve días; otros, desde hacía quince.  Acá hacen lo que quieren. No existe la justicia, no existe la ley; todos la violan, a nadie le importa. Hasta la autoridad sigue pegando a los menores, los llevan por averiguación de antecedentes y los golpean. Quiero que se vayan todos los golpeadores. La policía es lo peor que hay acá. Le pegaron a mi “Porcel”. Murió carbonizado, con las manos para arriba. Estaba esposado, de costado. Me lo han matado. En la pericia dicen que había sangre en las paredes y que las mesas de plástico, las sillas de plástico, las botellas y tazas de plástico estaban intactos. Y sólo estaban quemados ellos y los colchones. Yo no creo en nada. No puedo creer en nada.

Son la prenda del poder. El sacrificio de los dioses del sistema. Ellos, como también un septiembre de hace 21 años María Soledad, fueron devorados por el fuego de los opulentos. Son la expresión de la furia de los que tienen. De los que mandan. De los que ordenan mundos encontrados en donde las semillas de otra vida son arrojadas a las llamas de todos los infiernos.


Ya sin Nelson, los otros chicos Molas siguen revolviendo entre aluminios y cobres para llevar unos pesos a la casa. Con historias que desnudan en círculos perversos. Escuchando promesas vanas. Sueños de justicia que no llega. 


Utopías de futuro que no existe. En esa Catamarca cansina, en la que Julio y Margarita arrastran la erre, hablan pausado y lloran cada noche y cada mañana la ausencia eterna. Que extrañan el grito destemplado de su niño que solía encontrar un rinconcito de paraíso de la mano del veneno cuando se les escapaba y desesperaban y lo buscaban y lo traían a casa. Ese “Porcel” que se volvía aniñado. Y que de repente lanzaba una carcajada al aire, los abrigaba en un abrazo fuerte y les hacía sentir por un ratito que la vida era una fiesta. Pero ya no.

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