OPINIÓN / UNA EXPERIENCIA EN EL PUTUMAYO
por ANDRÉS DE LA CUADRA
No fueron suficientes los comentarios ni advertencias de personas cercanas respecto a los efectos de la cocaína y las drogas en general, ni tampoco los cientos de artículos de prensa y las pocas campañas que veía, tampoco ver a amigos cercanos tener crisis de salud a causa del consumo del más conocido “perico”; fue después de vivir en el departamento del Putumayo, al sur de Colombia, cuando deje de consumir cocaína tras 6 años de consumo.
En agosto del 2007 me lancé a vivir la que ha sido una de las experiencias más significativas de mi existencia: me fui a “enseñar” a un grupo de adolescentes del municipio de San Miguel, Bajo Putumayo, la técnica audiovisual, y a la vez, a asesorar la producción de un documental sobre la realidad de la coca en ese municipio, uno de los lugares de la bonanza cocalera de los '90 en Colombia.
Estaba en la crisis común de la carrera en la que me replanteaba si comunicación social era mi profesión, si estaba seguro y convencido de que era lo que quería estudiar y a lo que me quería dedicar en mi vida.
En esas, y como la vida es perfecta y todo pasa como y cuando tiene que pasar, Camilo Tamayo, un profesor amigo, me comentó de un proyecto de comunicación comunitaria que desarrollaba para el momento el CINEP en el Bajo Putumayo.
Mi primera pregunta al respecto fue: “Dónde queda Putumayo?”.
Recuerdo que Camilo se río, y dijo: “¿Ve, Ve por qué estamos como estamos en este país?”
Acto seguido me habló del proyecto y del componente de comunicación fundamentado en el colectivo Jóvenes Reporteros de San Miguel (JRS), un grupo de niños y adolescentes cautivados y apasionados por la comunicación e interesados en contar la realidad y las historias de su municipio, las dos condiciones básicas para sacar adelante un proyecto de comunicación comunitaria.
Tras mostrarme algunos de los productos elaborados por los JRS, mi corazón brincó y mi mente viajo a aquel imaginado lugar.
Le dije: “Camilo, acepto, me voy”; Camilo siguió: “¿Esta seguro? Piénselo bien, eso es zona roja”.
Era tal mi crisis profesional y personal que exclamé estar seguro y querer ir. Un mes después mi familia me despedía en el aeropuerto mientras abordada el vuelo al lejano Putumayo, sin dimensionar lo que iba a ser tal experiencia, sin dimensionar lo que es una zona roja.
Luego, si la vida lo permite, hablaré de este viaje al corazón de la guerra, por ahora, a lo que vinimos.
Tras un mes y medio de formación, investigación y preproducción, arrancamos la etapa de producción.
Los JRS me dicen: “Andrés, conseguimos una finca con laboratorio para grabar y hacer entrevistas”; recuerdo que mi primera reacción fue de espontanea emoción, pero luego, la mente empezó a hacer lo suyo y comencé a inquietarme, empecé a ser consciente de que me estaba adentrando en lo profundo de la guerra colombiana, a lo que desde Bogotá veía como lo más peligroso y riesgoso.
Pero ganó la confianza en mis pupilos, en el equipo, así que arrancamos.
Tras 1 hora en carro desde La Dorada, la cabecera municipal de San Miguel, llegamos a una vereda cuyo nombre no recuerdo, allí, nos bajamos en medio de la carretera y nos metimos a un lote lleno de maleza, pasto que llegaba hasta las orejas, por allí caminamos unos 20 minutos entre una que otra araña y serpiente.
De repente, y tal cual escena cinematográfica, Pablo, el joven que comandaba el recorrido abrió con sus manos varias ramas de pasto y apareció un cultivo de coca grande, muy grande, hectáreas de coca ocultas en medio de la maleza para que los aviones que esparcían el glifosato no vieran la coca desde el cielo.
Después de caminar otros 20 minutos por el cultivo de coca (¿Ven? Muy grande), y de raspar una que otra mata como juego de niños, llegamos a una casa campesina, humilde y bonita, acogedora.
Salió una familia entera a recibirnos, muy amables nos invitaron a seguir, nos ofrecieron agua de panela fría y tinto, mientras descansábamos ellos nos entrevistaron a nosotros; que qué es lo que estábamos haciendo, que por qué y para qué, que dónde se iba a mostrar el vídeo, que yo por qué había decidido irme a un lugar como Putumayo.
Pasada la ronda de conocernos, preguntas y generar confianza, el padre de la familia y patrón de la finca me da unas palmaditas en mi muslo mientras me dice (Lo recuerdo como si fuera ayer): “Camine mijo a ver por qué es que nos estamos matando en este país”.
Salimos de la casa y comenzamos a caminar y caminar más, ahora por entre coca, plátano, algo de cacao y algo de caña de azúcar. Tras unos 10 minutos, llegamos al laboratorio. Sí, exacto a como los veía yo por los noticieros desde que tengo uso de razón, “cambuches” armados con palos de madera, plásticos negros y tejas de zinc.
Allí vi en vivo y en directo la preparación de la llamada “pasta de coca”. Primero, de los costales sacaron y seleccionaron las mejores hojas de coca, las tiraron sobre el piso; segundo, uno de los trabajadores de la finca paso con una guadañadora (la máquina con la que usted ve que cortan el pasto en los jardines y parques) triturando las hojas de coca hasta quedar en pedazos muy pequeños que pusieron a remojar en gasolina.
Luego, tomaron las hojas que llevaban en remojo unos 7 días, tiempo necesario para producir la pasta, y las pasaron a otra alberca gigante en la que empezaron a mezclar las hojas de coca con agua, cemento, ácido sulfúrico y amoníaco.
Mientras veía como se iban fusionando estos componentes comencé a entrar en una especie de shock emocional, me pasmé, básicamente porque me dije mentalmente: “Jueputa, ¿esto es lo que me he estado metiendo durante años?
Comencé a sentir miedo y angustia, empecé a sentirme enfermo, sentí rabia, quise llorar pero ante mi papel de tutor me guardé las lágrimas, también porque comencé a sentir vergüenza.
Después de una media hora de tal mezcla, quedó un líquido espeso parecido al guarapo que empezaron a filtrar en unas mallas al tiempo que le echaban acetona.
Lo que quedó de dicha filtrada, lo colocaron a calentar a fuego en unos barriles hasta que los líquidos se vaporaron y finalmente quedó la pasta de coca. De aquel guarapo me pusieron una gota en mi lengua, en cuestión de segundos empecé a sentir sensación de adormecimiento en todo mi cuerpo, desde la lengua hasta los pies, sentí mis sentidos vibrar a un 1000%, mi corazón se aceleró, lo sentía…
No pude más, dije que quería ir al baño, corrí de nuevo hasta la casa, me encerré en el baño y me eché a llorar, lloré y lloré, recordé tal vez todas y cada una de las veces que había consumido cocaína.
Quise vomitar, bañarme, salir a correr…
Finalmente, me calmé, respiré y salí. Ya todos estaban de regreso a la casa, los reporteros cargando las cámaras y trípodes mientras terminaban de escuchar las historias de la familia en torno a la coca y a la cocaína.
Tras un descanso, empacamos y nos fuimos. Salimos por otro lado de la finca que nos llevó a una carretera en donde nos esperaban. Regresamos al pueblo.
Todo el camino permanecí en silencio con la imagen de aquella mezcla horrible de la que sentía estaba lleno mi cuerpo.
Debo aclarar que nunca caí en la adicción por la cocaína, es decir, no alcancé a ser dependiente, sólo un consumidor regular; ahí es cuando creo en esa teoría de mi mamá de que mis hermanos y yo estamos cuidados y protegidos por el Arcángel San Miguel y muchos más ángeles, pues por un lado, no caí en la adicción, como personas cercanas con las que solía consumir, y por otro, nunca me pasó nada grave tras exponerme a situaciones bastante riesgosas como recibirle “perico” a cualquiera y salir “embalado” en las noches y madrugadas por chapinero y el centro de Bogotá, y hasta tener sexo desaforado, pues uno de los efectos de la cocaína en mi (y sé que en muchas personas), es que aumentaba mi deseo sexual a mil.
Hoy, siete años después de vivir en Putumayo me pregunto aún qué habría sido de mí si nunca hubiera visto en vivo y en directo la preparación de la cocaína.
¿Seguiría consumiendo? ¿Me habría vuelto adicto? ¿Habría tenido una sobredosis? ¿Estaría vivo?
Al tiempo me pregunto: ¿Todos tenemos que vivir dicha experiencia para dejarla?
Con el tiempo, llegó a mí una respuesta cuya pregunta no me había hecho. Comencé a enfermarme de muchas cosas, infección en los riñones, gastritis, colon irritable, muchas alergias, cansancio extremo, hipoglicemia; tras muchas citas médicas y miles de exámenes, una médica alternativa descubrió que mi hígado estaba jodido, a mis 26 años tenía el hígado de una persona de 40 años o más, en gran parte, producto de la cocaína que le había metido a mi cuerpo, es decir, de la gasolina, la cal, el ácido sulfúrico y la acetona, todas, sustancias que recibe y procesa el hígado, uno de los órganos encargados de producir defensas y mantener el sistema inmunológico firme y fuerte.
Hoy sigo en proceso de recuperación y sanación de mi organismo.
Actualmente tengo amigos y conocidos que consumen cocaína, he estado en momentos de consumo, no juzgo a quienes lo hacen ni cuando lo hacen cuento esta historia ni me pongo moralista o como se quiera decir.
Sí confieso que no puedo dejar de pensar en lo que se están metiendo nariz arriba, la imagen de aquella tarde putumayense se me revuelve en el alma, pero ese, es mi rollo, no el de los demás; rollo que hoy decido contar por si a alguien ha de tocar…
Tuve que ir a vivir al Putumayo por muchas razones, una de esas, para que llegara el día en el que dejara de consumir cocaína… (http://www.juntosbien.org/)
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