APE / NOTA DE OPINIÓN
Por ALFREDO GRANDE
(APe).- En la cultura represora el cántaro, ese empedernido luchador, de tanto ir a la fuente de sus pesares, termina rompiéndose. El problema para la cultura represora no es derramar sangre. Lo único que le importa es que no llegue al río. Porque el río, triste e inapelable mensajero, dirá que no solamente las aguas bajas turbias, sino que bajan ensangrentadas.
El cinismo que es el modo habitual de esquivar y burlar toda injusticia, proclama que “por suerte la sangre no llegó al río”. La sangre derramada, negociada, manipulada, astutamente utilizada, es un mal necesario. Siempre habrá sangre entre ustedes, rezan en voz baja los mercaderes de todos los templos de la muerte.
La sangre tiene mil nombres, desde costo social del ajuste, inflación que se come el salario, minería a cielo abierto, fracking, contaminación ambiental, hambre planificada.
La pedagogía del gatillo fácil hizo escuela, y ahora sigue siendo fácil para la policía, pero no solamente. Robo y asesinato coinciden, por eso en estos tiempos de las democracias
victoriosas, hay crimen perfecto. Algunos llaman a esto impunidad.
El móvil para asesinar es robar, lo cual en otros tiempos eran lógicas diferentes. La banalidad del mal es, también, la banalidad de asesinar. Al contado o en cuotas. La para mí mal llamada violencia de género es un asesinato y con alta tasa de reincidencia. Asesinato fácil.
Es bien sabido y también es bien ignorado que el castigo no tiene carácter disuasivo. Con la única excepción de las tiranías más crueles que someten por el terror.
Si la democracia recurre al terror organizado desde el Estado, como fue la triple A (alianza anticomunista argentina, ya que las siglas son encubridoras), entonces nunca más podrá ser honrada.
Hoy las cárceles son vicariatos del terrorismo de Estado. Institutos para niños y niñas, también. Las villas que de miseria pasaron a ser dignas, también. A mi criterio, uno de los más resonantes éxitos de la cultura represora es haber instalado el tabú de la violencia y el tabú del odio. O sea: las dos herramientas para enfrentar a un enemigo cruel y despiadado, esta cultura del falso amor logró anestesiarlas.
El amor al represor, que en la jerga del psicoanálisis implicado se denomina “ideal del superyó”, es un veneno letal para el cual hay antídotos, pero que no tienen difusión.
La violencia es la brusca y súbita interrupción de un devenir. Si ese devenir es por ejemplo el exterminio, que por otra parte es la constante de ajuste desde que los godos nos descubrieron a la fecha, la violencia es justa y necesaria para detener la masacre.
Tres registros son necesarios diferenciar: agresión, violencia y crueldad. La violencia de género es crueldad de género, porque implica una planificación consciente del sufrimiento, del dolor, de la mortificación. Exactamente igual que la tortura.
Por eso me permití parafrasear a José Martí: “y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo y ortiga cultivo, nunca más la rosa blanca”.
La crueldad es la violencia que interrumpe el devenir amoroso de la vida. Del amor al terror. Pero es la víctima, alienada en los mandatos de la cultura represora, que no solamente sigue amando a su ángel exterminador, sino que además no puede aprender a odiarlo.
La anestesia de su legítima violencia, que es además el ejercicio de su legítima defensa, es una sentencia firme de muerte. La obsesión de no culpabilizar a la víctima impide que la víctima salga de ese lugar letal. El victimario, torturador, exterminador, no va a dejar de asesinar aunque lea todas las noches el código penal y todas las tardes las leyes contra la violencia de género.
Las bestias deben morir, al menos de muerte cultural. Penosamente, las que mueren son las víctimas, y ya están muertas porque no han podido entender, y además se les ha mentido siempre, que los amores que matan no son amores. Pero matar por amor es otro triunfo de la cultura represora.
Se encubre que es un asesinato fríamente calculado.
Cada mujer violentada tiene en su propia subjetividad avasallada, las armas para reprimir a su represor. Sin temor a ejercer violencia liberadora, sin temor de odiar a su exterminador.
El amor es
algo demasiado importante para dárselo a los que no aman. Deberá des aprender todos los mandatos de la cultura represora para darse cuenta de que la violencia es sacar lo que sobra y el amor es poner lo que falta.
Entonces no solamente la sangre no llegará al río, sino que no habrá más sangre que los mercaderes puedan seguir negociando.
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