Carlos BRIGO / TÉLAM |
Por CLAUDIA RAFAEL
(APe).- “Vamos a destinar un móvil policial cada 1000 habitantes”, dice Massa mientras camina por los pasillos de una villa en Lanús. “Ustedes son la victoria de un trabajo que no estaba”, proclama Scioli mientras les pregunta a oficiales y cadetes si “¿juráis a la Patria seguir constantemente su bandera y defenderla hasta perder la vida?”.
“Vamos a duplicar el personal de las fuerzas de seguridad en cuatro años”, promete Mauricio Macri. “Voy a ser el que le declare la guerra a los delincuentes”, anuncia Massa. “La meta es reducir los homicidios un 20% y la oferta de paco en un 70% y de cocaína y drogas duras en un 50% el primer año de gestión”, aduce Macri. Para el final de 2015, “tendremos 77 mil efectivos en la policía bonaerense y 18 mil policías locales”, aporta el ministro securitario Granados. Más policía. Más fuerzas de seguridad. Más cálculos de laboratorio con porcentajes y aproximaciones matemáticas.
La violencia es el síntoma, advierte Slavoj Žižek. Y quedarse enraizados en el síntoma significa ser virulentamente atrapados en la trampa social que deriva del miedo al otro o del rechazo visceral al lugar y al rol de ese otro. Una trampa que esconde el germen de una destrucción social que el mismo Estado fogoneó y que desconoció, en su rol de sujetos, a los desarrapados y a los olvidados. Unos y otros adoran lanzar a diestra y siniestra eslóganes de batalla. Calculan el riesgo, miden el impacto, tasan pros y contras y arremeten.
No ignoran que la violencia es el síntoma de un malestar profundo. De un quiebre indómito que separa el ser del tener. Pero ese síntoma no importa. Importa demarcar el territorio y asumirse –como diría Foucault- como el poder soberano que determina el derecho de vida y el derecho de muerte. En una suerte de paradigma disciplinario, el mundo se divide tajantemente entre quienes merecen vivir y quienes merecen morir.
Lucas Saravia tenía 16 años. Hasta que un grupo de vecinos furiosos incendió una casa en la mendocina Ugarteche (de apenas 3600 habitantes). El fuego, en los arrabales de la marginación, repta velozmente y atrapa. Buscaban “al ladrón”. Y se alzaron con una vida sin siquiera saberlo. Marchaban al grito de “seguridad”, cuando supieron del asalto. Una, dos, tres casuchas desvencijadas y precarias fueron fuente de las llamas desde las hordas rabiosas que habían perdido toda noción de humanidad en un instante. Al día siguiente, Lucas, los restos de Lucas, aparecieron entre cenizas y negritudes, debajo de una cama donde se había protegido.
Cuando Javier Auyero plantea que “el discurso sobre la violencia urbana” está apropiado por “sectores medios y medio-altos”, apunta a que quienes la viven a diario son quienes no la pueden nombrar. “La experiencia de la violencia interpersonal (y del miedo a ésta) entre los más pobres se vuelve algo indecible, y el trauma que se vive a diario en los territorios de relegación en los que ellos habitan se torna en una experiencia negada”. Y las experiencias que quedan en el terreno de lo indecible, de lo no dicho, estallan tarde o temprano y destrozan, con sus esquirlas, las vidas de los Lucas.
De los David Moreira (víctima de un linchamiento en Rosario). No importa ahí hablar de inocencias o culpabilidades. Las esquirlas, las llamas, los golpes, el humo irrespirable atacan por igual, exactamente del mismo modo. Porque los ojos de las violencias contenidas cuando estallan, están hundidos en la ceguera y no distinguen en su sentido más profundo, más ancestral, más atávico entre el bien y el mal. Porque en ese quiebre social se pierde de vista que detrás de la piel de ese otro, que detrás de los ojos y las manos de ese enemigo construido, hay una persona.
“Aquel que antes era categorizado como desviado o anormal – y por lo tanto integrable-, vuelve a ser visto como impermeable a cualquier intento de inclusión. La vía de la `readaptación social` se encuentra cerrada y el transgresor de la ley (cuando es pobre) aparece nuevamente como otro intratable y por lo tanto, fantástico”, afirma Sergio Tonkonoff. Y, en todo caso, se podría agregar, digno de ser destruido.
La violencia es el síntoma. Cuando se habla hoy –en tiempos de cacerías mediáticas prosecuritarias- de declarar la guerra a los delincuentes, de atestar de policías, gendarmes, prefectos, federales las villas y los asentamientos, volver a Foucault permite entender que “el poder era, ante todo, derecho de apropiación: de las cosas, del tiempo, de los cuerpos y finalmente de la vida; culminaba en el privilegio de apoderarse de esta última para suprimirla”. Porque en definitiva, lo que apunta es que hay ciertas técnicas del poder destinadas a disciplinar cuerpos para tornarlos productivos en tiempos en los que la diosa mercancía es el fetiche. Ya no lo es el abrazo humano, la mirada a los ojos del otro, la construcción de sujetos y no de individuos sobre los que hay que intervenir con un dominó de políticas entrelazadas.
La violencia es el síntoma. De un tiempo en que la infancia dejó de ser destino. En que el otro, como par, como hermano, como constructor de caminos dejó de ser digno de ser compañero, digno de ser cumpa ni, digno de ser aquel con el que puedo compartir el pan.
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