(APe).- El hombre maneja un taxi por las calles de una de las más populosas ciudades argentinas. La calle es el infierno de los días. Y hay una esquina a la que nunca llega. A veces es domingo. Y el otoño pone alfombras doradas por ahí.
-No me queda otra que trabajar. Lo hago porque mi hija no llega a fin de mes. Atiende la caja en un supermercado, labura más de diez horas diarias pero no puede completar la cuota para el alquiler. Y el marido también la pelea como puede pero tampoco le alcanza. En mis tiempos mis viejos se deslomaron pero lograron que nosotros tuviéramos algo. Ahora no. Ahora tenés que seguir yugando para que tus hijos vean alguna expectativa. Antes no era así este país-, dice. A pesar de las horas aferrado al volante, a pesar de la ferocidad de la calle, no es un resentido. Tampoco un multiplicador de axiomas fascistoides.
Es que el hombre piensa en su hija. Y también en sus padres.
Recuerda la infancia potrera, el viaje polvoriento a la cancha, la escuela del barrio, los estudios y las suertes distintas, consecuencias directas de las políticas económicas erráticas y perversas que estragaron la geografía existencial argentina en los últimos cuarenta años.
El hombre maneja. Conduce. Y habla.
-Hay más guita en la calle. Eso se nota. Pero ser joven hoy cuesta más que antes. Y no es un tema económico. Si no de poder trabajar de aquello que estudiaron. Para salir adelante. Especialmente cuando se casan y quieren seguir acá. Porque mi hija y su compañero no quieren ser millonarios. Simplemente quieren vivir bien. Tener una casita y poco más. Eso es lo que quieren-, dice. Y acelera en un cruce de locura.
Hace tres meses que no sabe de domingos libres. Lo hace por su hija, dice. Está cansado pero entiende que no hay alternativa. Que el esfuerzo no es heroico y libertario. Sino una pequeñísima construcción hormiga que, tal vez, algún día, verá una pared.
-Ser joven en la Argentina es pelearla mucho. Y si no están los padres por detrás, la cosa se complica, dice.
El diálogo puede repetirse en otras latitudes. En otras ciudades más o menos populosas. Pero el hombre es el mismo. Sus sueños son los mismos. Sus amarguras son las mismas.
Son palabras que no suelen entrar en las estadísticas oficiales ni tampoco en los números desterrados de los círculos áulicos.
Los números de la macroeconomía y hasta los de la desocupación afirman que desde hace años la Argentina corre por una ruta diferente de la de los años noventa.
Sin embargo la precariedad continúa.
El contexto exacto de las palabras del tachero están en las estadísticas. Según un informe de la Universidad Católica Argentina, todavía existe un 22% de desocupación o empleo indigente en la Argentina. El estudio pone blanco sobre negro: “actualmente todavía existe un 22 por ciento de desempleo o empleo indigente y un 37 por ciento de trabajadores precarios. Son los jóvenes -sobre todo los de los estratos más bajos- los que presentan tendencia a una mayor desocupación (16,1 por ciento) que los adultos (7,6 por ciento)”.
Siempre los pibes son los que más sufren las consecuencias del saqueo todavía impune de los años noventa. La matriz del neoliberalismo continúa en la Argentina aunque los discursos se pueblen de frases y consignas en contra de aquellos tiempos del desprecio.
Porque esas cifras, esos números, demuestran que la historia del tachero es una realidad que abarca a muchos, a miles. La precarización laboral golpea contra la sangre nueva de la juventud. Aunque los gobernantes y los que concentran la riqueza hablan de jornadas de pleno consumo.
Mientras tanto, pibas y pibes pelean por no ser consumidos. Como la hija del tachero que fatiga una ciudad impiadosa en un domingo más que le robaron. Para que haya un destello de porvenir que sea para todos, de una vez.
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