por GABRIEL PANDOLFO
San Martin puso manos a la obra. No fue avaro con sus energías, que parecían agotadas cinco meses atrás. En septiembre de 1814 asumió la gobernación de Cuyo e inicio el reclutamiento de hombres para su ejército, liberando a los esclavos de entre 16 y 30 años a condición de que se integren a sus filas. Las protestas de los señores acomodados fueron persistentes, pero no pudieron contra su voluntad.
En vista de la cercanía con Pueyrredón, desterrado en San Luis, lo invitó a cumplir con la promesa de casi dos años atrás y acordaron un encuentro. Durante las largas conversaciones que mantuvieron, logró su adhesión y sellaron un pacto.
¿Con qué sentido, si Pueyrredón estaba fuera del juego, exiliado? Alguna mágica intuición le diría al gobernador San Martin que pronto sería rehabilitado. Tenía sobrados antecedentes como patriota convencido de la causa libertadora, además de ser miembro de la logia. Las provincias unidas contaban con un número muy limitado de personalidades experimentadas, tanto en la política como en la guerra, por lo que era bastante frecuente que el ayer sancionado fuera rehabilitado mañana.
El motivo del encuentro con Pueyrredón era obvio. Su prédica, la idea fija de San Martín desde que desembarcó en Buenos Aires, no había cambiado un ápice, sino por el contrario, se había fortalecido. El camino de la independencia comenzaba por liberar Chile y desde allí atacar Perú por mar.
Saavedra, que estaba refugiado en Chile, le pidió al gobernador intendente de Cuyo que le permitiera volver a San Juan, de donde había sido expulsado meses atrás acusado de traidor. Se lo permitió, pero con él no tenía más afinidad que la que podía tener con cualquier otro caballero.
En Chile, el ejército nacionalista había sido derrotado en Rancagua el 1º de octubre, dispersado a los patriotas y robusteciendo los ánimos realistas, que siempre amenazaban con invadir a los rebeldes al otro lado de la cordillera.
San Martín usaba con frecuencia este argumento para forzar el apoyo político financiero para su cruzada. Pero no era una cuestión prioritaria, no la tenía en cuenta. Las preocupaciones del gobierno eran muy concretas: Artigas, que seguía ganando adeptos por todos lados, con la consigna de “independencia, reforma agraria, proteccionismo y confederación”; y los asuntos diplomáticos con Inglaterra y España.
Ninguna de las dos eran operaciones sencillas. Costaría grandes trabajos, si no era algo imposible desde el vamos, convencer a Inglaterra de que los apoyase, máxime sabiendo que había formado un acuerdo con España ampliando su alianza, la cual también aseguraba su respaldo para recuperar Sudamérica.
ALVEAR |
Pero el dinero les hacía brillar los ojos a los ingleses de una manera muy especial. Lord Strangford aprovecharía esto para obtener beneficios de Buenos Aires. El 27 de noviembre protestó sobre el anexo de la ley de libertad de vientres, que decretaba libre a todo esclavo que pisara el suelo de las Provincias Unidas lo que alentaba la fuga de esclavos de Brasil a la Banda Oriental.
El director Posadas no tenía argumentos para negarse, pues la ley había sido sólo una declamación para que la turba gritara vivas a la libertad. Las leyes sobre esclavitud seguían siendo duras; sólo se había cambiado la condición de los no nacidos, quienes en lugar de estar bajo régimen de esclavitud lo estarían bajo el patronato hasta cumplir los 20 años, lo que era casi lo mismo.
Londres se había negado a venderle armas a Sarretea, pues desde la firma de la extensión del tratado de cooperación de España e Inglaterra en julio último estaba prohibido vender armas a ciudadanos sudamericanos. Mientras tanto, Buenos Aires definían quienes serían los enviados a Río de Janeiro primero, y luego a Europa, para sumarse a la gestión de Manuel Sarretea: Bernandino Rivadavia, ya inscripto en la gloria, y Manuel Belgrano.
El general estaba en las mismas condiciones en las que se encontraba cuando lo enviaron a la misión diplomática al Paraguay: a la espera de un juicio sumarísimo por graves errores en el campo de batalla. Se lo volvió a exonerar. No había ningún cargo contra el que valiera la pena un juicio.
El 9 de diciembre fueron citados ambos en el despacho directoral para recibir instrucciones de Gervasio Posadas, delineados por la logia y Carlos Alvear. Debían partir hacia Río de Janeiro lo antes posible. Una vez allí, luego de acordar las condiciones de la misión europea con Strangford, encargado de la política inglesa en América Latina, este les daría su aval para entrevistarse con integrantes del gabinete británico.
De Río partirían a Londres con todos los pasaportes en regla. En Londres, luego de acordar con el gobierno inglés, Rivadavia saldría para Madrid, a felicitar a Fernando VII por su regreso triunfal. Llevaría consigo las dos terceras partes de los cuantiosos dineros que se les daba para aceitar los trámites. El tercio restante quedaba en manos de Belgrano en Londres, atento a cualquier novedad.
Rivadavia le explicaría al monarca español que la situación que estaba viviendo Buenos Aires y sus dominios se había desatado por desgracia con su ausencia, porque las Provincias Unidas no aceptaron las ordenes de las cortes y los gobiernos peninsulares ilegales e intrusos, pero, ya repuesto su trono, “harían y aceptarían proposiciones sobre base de justicia, que examinadas por las Provincias en Asamblea de sus representantes puedan admitirse sin chocar directamente con la opinión de los Pueblos… y que sean conformes a los sentimientos piadosos y paternales del monarca”.
Al día siguiente, 10 de diciembre de 1814, se le entrego un pliego secreto y privado a Rivadavia, que no debía abrir hasta llegar a Londres, donde recién tomaría verdadero conocimiento de su misión. Nicolás Herrera, ministro de Gobierno, que respondía directamente a Alvear, fue el responsable de redactar el pliego con instrucciones exclusivas y secretas para Rivadavia.
La inclusión de Belgrano en la misión era solo por cuestiones propagandísticas internas, ya que su figura estaba muy asociada a la revolución y la independencia, algo que ni Rivadavia ni Manuel de Sarretea podían sostener. Rivadavia, carcomido por la curiosidad, no cumplió con la orden de abrir el pliego al llegar a Londres. Apenas las velas empujaron hacia Río ya lo estaba leyendo.
En aquellas instrucciones reservadas se le decía que su verdadero objetivo era lograr los apoyos necesarios para lograr “la independencia política”, o al menos“la libertad civil” bajo un protectorado o soberanía extranjera, según las posibilidades del caso. Debía entretener tanto a las autoridades británicas como a las españolas “todo lo que pueda sin compromiso de la buena fe de su misión”.
Mientras tanto, debía tantear la posible protección de Inglaterra, Rusia, Francia, Alemania o los Estados Unidos, en ese orden. “Es la parte más delicada de su misión”, decía el pliego. Si lograba algún compromiso de parte de alguna de esas potencias, se cancelaría automáticamente el viaje a Madrid. Si no fuera así, pasaría a Madrid para negociar con la corte española una salida para aquel encierro, pero a condición de aceptar a un soberano español en América sólo bajo formas constitucionales, quedando su administración en manos americanas.
En resumidas cuentas, el gobierno de las Provincias Unidas lo mandaba a conseguir, en primer término, la protección de una potencia extranjera para declarar su independencia política o su libertad civil; en segundo término, si no era posible la primera opción, a negociar en Madrid la instalación de un Borbón bajo un régimen de monarquía constitucional con autonomía administrativa.
Para la logia no existía posibilidad alguna de libertad e independencia sin la participación de potencias extranjeras. Por su parte, en su papel de jefe del gobierno, Posadas despachó correspondencia para Fernando VII el 15 de diciembre: “Los pueblos enviaron sus diputados y formada una Asamblea numerosa en esta Capital… dictó aquellos decretos que estimó conducentes a contener el desenfreno de la multitud y conservar el orden en cualquier circunstancia… Felizmente… se ha rectificado la opinión… a Vuestra Majestad este momento venturoso con un rasgo de aquella generosidad heroica que distingue a los herederos del trono de Carlos V…”.
El objetivo de la misión era resolver el futuro del Río de la Plata bajo el estandarte de una monarquía constitucional, ya fuera un príncipe español, inglés o de otra nación que estuviera en condiciones de defenderla, sin perjuicio de la libertad civil de sus súbditos.
El gobierno, entonces, consecuente con sus planes, comenzó a mostrarse flexible a las recomendaciones extranjeras y derogo el anexo de la ley de libertad de vientres, que pedían Inglaterra y Brasil, el 27 de diciembre.
A la mañana siguiente zarpó el buque con los pasajeros Belgrano y Rivadavia rumbo a Río de Janeiro. Por las provincias de Cuyo estaba todo tranquilo, pero San Martín no se fiaba de la aparente paz que se disfrutaba de ese lado de la cordillera. Contaba con información de que el comandante general Mariano Osorio, luego de “pacificar” Chile con su política de sangre y despotismo, planeaba cruzar los Andes para hostilizar Mendoza y Córdoba.
Tomó inmediatas previsiones; entre los 5.000 hombres con los que contaba, eligió 2.000 infantes, 1.000 jinetes y 200 artilleros cargados con piezas de montaña y los envió a vigilar los cruces fronterizos.
Las nieves de los Andes comenzaban a derretirse y temía que Osorio aprovechara la oportunidad. Fue una falsa alarma. Abascal, virrey del Perú, no autorizó la operación y le ordeno, en cambio, que reforzara las tropas de Pezuela en el Norte.
Alvear estaba resentido por su pobre ascendente sobre el ejército, a pesar de haber conquistado honores dignos de un nuevo Napoleón. Le había pedido a su tío que lo nombrase general en jefe del Ejército del Norte para reemplazar, otra vez, a Rondeau.
Enterado el estado mayor de Rondeau de este nombramiento, le hizo saber al gobierno que lo rechazaría, exigiendo la continuidad de su jefe. Alvear, ya en camino hacia Tucumán, se enteró del áspero planteo y decidió regresar a Buenos Aires. Apenas llegó, se plantó frente a su tío, con quien tuvo una fuerte discusión por su falta de rigor en el manejo del poder. De todos modos, ya había decidido tomar su lugar.
“El director renunciará. Yo lo sucederé”, informó a su círculo áulico. Gervasio Posadas renunció el 9 de enero de 1815. Si como político fue un títere, mostró una profundidad espiritual desacostumbrada en su nota de renuncia, al argumentar que dejaba el cargo para “poder retirarse a su casa a pensar en la nada del hombre, y preparar consejos para dejar a sus hijos en herencia”.
Aceptada la renuncia, el 10 de enero, con 25 años, asumió Carlos María de Alvear el cargo de director supremo de las Provincias Unidas. Escuchó a sus consejeros con atención. Monteagudo estaba de acuerdo con un poco de terror; pensaba que un gobierno fuerte e impecable podría mantener la situación en orden.
El canónigo Valentín Gómez, quien llevaba adelante el manejo eclesiástico de Buenos Aires, compartió la idea de Monteagudo. Nicolás Rodríguez Peña y su hermano Saturnino, que ya había vuelto a residir en Buenos Aires, también. Los secretarios Herrera, Viana y Larreta, el cura Pedro Pablo Vidal, Álvarez Jonte, Donado, los coroneles Ventura Vázquez y Juan Santos Fernández, los hermanos Balbastro, parientes cercanos de Alvear, y algunos pocos más conformaban el círculo del “tirano de verano”, dispuestos a sostener una dictadura.
Artigas, enterado del nombramiento de Alvear al frente del gobierno, supo que no quedaba otro camino que la guerra con Buenos Aires. Alvear, Soler y Dorrego actuaron en su contra con una crueldad y un salvajismo extremo. “Los orientales deben ser tratados como asesinos e incendiarios”, fue la orden del directorio. A los “oficiales, sargentos, cabos y jefes de partida” artiguistas se los fusilaba en el lugar de aprensión.
No había ninguna misericordia que valiera. “Muerte a las cuatro horas de ser aprendidos, a todo el que directa o indirectamente auxiliara al enemigo”. Y el enemigo era Artigas. El valiente coronel Dorrego, al mando de las tropas del Directorio, se había convertido en un desenfrenado verdugo de orientales hasta que llegó la batalla de Guayabo, el 10 de enero, luego de la cual no tuvo más remedio que escapar a Paysandú para cruzar hacia Entre Ríos con apenas 20 hombres.
Su campaña final había empezado unas semanas atrás, cuando cruzó durante seis horas el río Negro, desbordado por la lluvia, con todo su ejército, para sorprender al jefe oriental Fructuoso Rivera. Este, al advertirlo, apuró la retirada y pudo mantener las distancias a lo largo de días de combates parciales. Lamentablemente, convirtió su repliegue en ventaja, al producir un flanco desgastante en las tropas de Dorrego, hambrientas y agotadas como sus caballos.
Los hombres de Rivera, en cambio, pudieron restablecerse y lograr cierto dominio del terreno. Descansaron, encendieron fogones, asaron reses, tomaron mate. Semanas después fueron reforzados por Artigas, y entonces el perseguido se convirtió en perseguidor. Fueron varios los choques que sostuvieron esa semana de principios de año, hasta que se encontraron en las márgenes del río Guayabo frente a rente.
Fue el capitán oriental Juan Antonio Lavalleja quien inició el fuego a las 12 del mediodía. Eran 1.200 hombres por bando y la lucha entreverada se desarrolló en parte a cuchillo limpio. En cierto momento, un sargento europeo con sus soldados, parte de la tropa tomada a Vigodet por los porteños, se pasó al bando oriental, por donde iba la ventaja.
Pasadas las 3 de la tarde, Artigas dio la orden final al teniente coronel Bauzá, por intermedio del ayudante Faustino Tejera: “Ataque usted de firme, no entretenga el tiempo con guerrillas pues usted sabe lo escaso que estamos de pólvora”. Las pérdidas del ejército de Dorrego fueron de 200 muertos, 400 prisioneros y otros tantos heridos.
“Los enemigos se mezclaron en nuestras filas; escribió Dorrego en el parte; y como por lo general venían desnudos la tropa los tomo por indios y les cobro un gran temor… Fue tal el pavor que se apoderó de las tropas que huían de solo la algazara del enemigo, que he visto sesenta hombres corridos por solo cinco sin que se defendieran…”
Miguel Estanislao Soler, al enterarse de esta derrota cerca de Mercedes, se dirigió raudamente a Montevideo, donde se encerró y se rodeó de una fuerte y permanente custodia. Fue el fin de la primacía porteña de la Banda Oriental.
“Nada podemos contra un enemigo protegido por toda la población, que mira a nuestra tropa como extranjera”, comunico Soler al Directorio. Al mismo tiempo, Genaro Perrugorría y José Eusebio Hereñú, que habían tomado el poder en Corrientes y Entre Ríos, incentivados por los sobornos de Posadas, fueron vencidos por el pueblo fiel a los ideales artiguistas.
Perrugorría enfrentó una corte marcial y fue fusilado el 17 de enero. Hereñú clamó piedad y se lo perdonó, reincorporándose a las filas de la Liga Federal. El ejército centralista porteño había sido derrotado en la Banda Oriental, pero Alvear tuvo el tupé de ofrecerle a Artigas la total libertad de ésta, a cambio de que depusiera su influencia en Corrientes y Entre Ríos.
El caudillo se negó. “Soy un ciego idólatra de la dignidad popular”, le contestó. El íntimo amigo de Alvear, José Miguel Carrera, que había perdido el poder en Chile en manos de Osorio con la derrota de Rancagua, estaba en Buenos Aires para llevar a cabo cierto arreglo con el Director Supremo:debilitar a San Martín.
Carrera quería recuperar el gobierno trasandino, pero se había encontrado con un serio competidor, Bernardo de O´Higgins, quien era apoyado por el gobernador de Cuyo. San Martín se enteró muy rápido de este acuerdo estratégico entre Alvear y Carrera y resolvió correrse de la intriga. El 20 de enero de 1815 pidió licencia por enfermedad.
Recibida la nota, Alvear se la concedió y nombró en su reemplazo a Gregorio Perdriel. Mientras tanto, aparentemente fuera de juego, San Martín preparaba su movida. La mirada inquieta de Alvear se mantenía imperturbable en un rostro que parecía disecado. Si no fuese porque sus manos cuidadas se movían; la mano derecha jugaba con el anillo del dedo menique de la mano izquierda; cualquiera lo hubiera creído.
Necesitaba una rápida muestra de fortaleza. La aristocracia mercantil no lo apoyaba, como bien le había prevenido San Martín tiempo atrás, con quien estaba enemistado, al igual que con Rondeau. Lo inquietaba el rumbo de los 10.000 soldados españoles que navegaban hacia Buenos Aires. Tenía solo dos opciones: la lucha a muerte por la libertad o la entrega a una potencia extranjera. De pronto, su gesto se avivó y su figura se llenó de energía.
Pondría a las provincias unidas a disposición del Imperio británico, para que la salvara de la perdición a la que se enfrentaba. Llamó a sus secretarios y colaboradores, citó al doctor Manuel José García; hijo de Pedro Andrés García; ex secretario de Hacienda, y lo designó embajador plenipotenciario en la corte portuguesa de Río de Janeiro.
Primero dictó el pliego dirigido al ministro de Negocios Extranjeros en Londres, lord Castlereagh: “Estas provincias desean pertenecer a Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés, y yo estoy resuelto en sostener tan justa solicitud para liberarla de los males que la afligen. (…) Es necesario se aprovechen los momentos, que vengan tropas que impongan genios díscolos, y un jefe plenamente autorizado que empiece a dar al país las formas que sean de su beneplácito, del rey de la Nación, a cuyos efectos espero que V.E. me dará sus avisos con la reserva y prontitud que conviene para preparar oportunamente la ejecución”.
Luego preparó otro pliego para lord Strangford, en Río de Janeiro: “Ha sido necesaria toda la prudencia política y ascendiente del gobierno actual para apagar la irritación que ha causado en la masa de estos habitantes, el envío de diputados al Rey. La sola idea de composición con los españoles los exalta hasta el fanatismo, y todos juran en público y en secreto morir antes que sujetarse a la metrópoli. En estas circunstancias, solo la generosa nación británica puede poner un remedio eficaz a tantos males, acogiendo en sus brazos a estas provincias, que obedecerán su gobierno y recibirán sus leyes con placer porque conocen que es el único medio de evitar la destrucción del país, a que están dispuestos antes de volver a la antigua servidumbre, y esperan de la sabiduría de esa nación una existencia pacífica y dichosa. Inglaterra, que ha protegido la libertad de los negros en la Costa de África, impidiendo con la fuerza el comercio de la esclavitud a sus más íntimos aliados, no puede abandonar a su suerte a los habitantes del Río de la Plata en el acto mismo en que se arrojan a sus brazos generosos”.
Inglaterra no era generosa, ni había protegido la libertad de los negros de África, ni los rioplatenses los“acogerían” de buen grado, pero Alvear estaba enfermo de poder y era capaz de cualquier cosa. Levantaría la copa por el mismo diablo su eso le asegurara una ventaja y le atemperara la sed de gloria. Más tarde le explicó a García por qué lo había elegido a él: porque sólo en él podía confiar para llevar a cabo la misión más importante de la historia del Río de la Plata.
Además de los pliegos para los dignatarios ingleses,llevaba claras instrucciones que modificaban las anteriores que se les habían dado a Rivadavia y Belgrano, con quien debía reunirse recién después de conversar con Strangford.
También llevaría otro pliego para que estos le entregaran a Sarreta en Londres. Se embarcó de incógnito en un barco que zarpó hacía Río el 28 de enero. Alvear estaba desesperado. Creía posible romper la alianza entre las dos potencias europeas, entregándole todo a Inglaterra.
Jamás lo haría: Inglaterra no se enfrentaría en aquel momento a España a cara descubierta. Podría desgastarla, intrigar en su contra, obtener beneficios comerciales aprovechando su debilidad, pero quien buscaría un nuevo aliado, inclusive Francia, para combatirla.
Ya había sucedido otras veces. Rivadavia y Belgrano, que habían llegado el 12 de enero a Río de Janeiro, la estaban pasando mal. El regente y la princesa Carlota se negaron a recibirlos. Strangford tampoco los atendía. Cuando llegó García, el 23 de febrero, se ocultó una reunión reservada en la embajada inglesa y Strangford lo citó la noche del domingo 26 de febrero.
En el memorial que escribió Strangford al día siguiente, para remitirlo al Foreign Office el 3 de marzo, con una copia parcial para Alvear en Buenos Aires, fechada el 4, el embajador, luego de un breve resumen de la historia desde la revolución hasta ese día, decía: “En estas tentativas se han sostenido los gobiernos provisionales del Río de la Plata hasta que S.M. británica, cedería a las suplicas de su infortunado pueblo y les haría conocer su destino”.
En la copia enviada a Buenos Aires, en cambio, sostenía: “… a cuya sombra (de S.M.B.) se acogieron desde luego, para que quisiese indicarles su destino…”.
En el original, continuaba: “… las repetidas y patéticas peticiones que se han hecho al gobierno de S.M. británica…”. En la copia, en cambio, señalaba: “… sin embargo del silencio que ha guardado en todas nuestras insinuaciones”.
La copia de Buenos Aires contenía párrafos expresivos, como: “Todo, hasta la esclavitud, es preferible a la anarquía. En tales circunstancias una sola palabra de la Gran Bretaña bastaría a hacer felicidad de mil pueblos y abriría una escena gloriosa al nombre inglés y consolante de la humanidad”.
En el original, era sincero: “aun el mas tiránico gobierno (de España) mantendría mejor esperanza de prosperidad que la desordenada voluntad del populacho”. Rivadavia y Belgrano se enteraron de la presencia de García el 28 de febrero por boca de Strangford. Cuando salieron a buscarlo, no lo encontraron, pero se llenaron de sorpresa al saber qué hacía seis días que estaba en Río de Janeiro.
Extrañados, se lo informaron por carta a Alvear. Dieron con García recién el 3 de marzo. Rivadavia lo comunico a Buenos Aires de esta manera: “Ya hemos hablado largamente con García…”,confesándole a Alvear que los pliegos recibidos lo dejaron pasmado. García le había entregado a Rivadavia el pliego que Alvear le mandaba a Castlereagh, en el que este le entregaba las Provincias Unidas de pies y manos a Gran Bretaña.
Belgrano no se enteró de su existencia. El 15 de marzo, Rivadavia y Belgrano partieron rumbo al puerto de Falmouth, García quedó como embajador ante la corte de Brasil. Mientras Rivadavia y Belgrano navegaban hacia Londres, el 27 de marzo Sarreta le escribía a quien creía que seguía siendo el director supremo, Gervasio Posadas:
“En el negocio iniciado descubro los medios de concluir nuestros negocios por nosotros mismos, con nuestros propios elementos, sin que tengamos que confesarnos deudores del favor de ningún gobierno europeo. Si alguno más adelante quisiera obligar nuestra gratitud y hacer algo a favor nuestro, nos vendría muy bien sin duda... Mi lord Castlereagh nos ha honrado la otra noche en el debate de la Casa de los Comunes con el honorífico título de rebeldes y declarando formalmente que jamás se presentara a proteger a los de esta clase que traten de sacudir el yugo de sus legítimos soberanos. Su señoría y yo no tenemos las mismas nociones sobre lo que es rebeldía: yo considero al rey Fernando como un rebelde puesto que se ha sublevado contra los pueblos, y no a estos que sólo se ocupan de repeler la agresión”.
Alvear estaba rodeado por los cuatro costados y por sus propios fantasmas. La oposición no se manifestaba públicamente, pero se olía. Fue por eso que el 28 de marzo decreto la pena de muerte para quienes criticaran al gobierno, que era lo mismo que criticarlo a él: “Todo individuo sin excepción alguna que invente o divulgue maliciosamente especies alarmantes contra el gobierno constituido capases de producir la desconfianza pública, el odio, o la insubordinación de los ciudadanos”, sería pasado por las armas. También quienes “supiesen noticias de una conspiración y no la denunciasen serían castigados como cómplices”.
Dos días antes, el domingo de Pascua, había mandado a fusilar al capitán Úbeda, un oficial que lo criticó en el cuartel de Olivos. Luego lo hizo colgar en la Plaza de la Victoria para que escarmentaran a quienes pretendiesen hacerle frente. El grupo que rodeaba a Alvear estuvo de acuerdo con la clara instauración del terror, de esa manera disolverían cualquier conjura, pensaban.
Por las dudas, Alvear se mantenía lejos del centro, en el campamento militar de los Olivos. Allí había constituido su despacho de director supremo. Allí es donde citó a los alcaldes Francisco Antonio de Escalada; hermano del suegro de San Martín, Antonio José; y a Francisco Belgrano; hermano de Manuel; los maltrató de palabra, acusándolos de no controlar al pueblo, la gente decente, y les aviso que, si era necesario, fusilaría a trescientos o cuatrocientos para sostener la autoridad.
Francisco Antonio de Escalada se confió con sus amigos, a quienes les dijo que Alvear tenía los días contados. No se equivocaba, aunque su indiscreción había sido temeraria. Fue quien aprovechó la oportunidad para echar leña al fuego haciendo correr la voz de que Alvear intentaba desplazar a San Martin en la gobernación de Cuyo.
San Martín se manejaba discretamente, pero tenía mucha influencia a través de hilos invisibles. Las clases principales tomaron partido por él de inmediato. En realidad, tomaban partido por todo lo que estuviera en contra de Alvear.
El 15 de febrero, cuando se había sabido en Mendoza que Perdriel reemplazaría a San Martín, la oposición del pueblo fue unánime. A los dos días la ciudad amaneció empapelada con panfletos que anunciaban el rechazo al nuevo gobernador. San Martin les pidió a los buenos vecinos que retirasen los carteles, pero estos no le hicieron caso y al día siguiente en número de 600, se reunieron en la plaza para aclamarlo.
Él volvió a pedirles que desistieran de la campaña, se les acercó y les juró que había sido una decisión propia y no impuesta, pero no le creyeron. Era imposible creerle después de todos los cambios y aprestos que había hecho en la ciudad, movilizándola en favor de la independencia.
¿Cómo era que de un día para otro decidiera irse? Cuando llegó Perdriel a la ciudad, el motín parecía inevitable. Buenos Aires, informado del clamor, libró una orden urgente para que Perdriel regresara y que el propio San Martin resolviera la situación: que tomase licencia y nombrase a quien quisiera como gobernador interno mientras durase su convalecencia. Alvear temía quedar acorralado.
Para fines de marzo, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Corrientes, las Misiones y la Banda Oriental estaban bajo el protectorado de Artigas y el entusiasmo por la “Liga de los Pueblos Libres” había renacido con más vigor desde el 25 de febrero, día en que las tropas porteñas se retiraron de Montevideo, dejando a los orientales a cargo.
Pero Alvear no estaba dispuesto a permitir semejante avance de los bárbaros y mando tropas de vanguardia al mando del coronel Ignacio Álvarez Thomas, de 28 años, para hacerles frente. Álvarez Thomas estaba muy bien relacionado, casado con una sobrina de Belgrano. Sus tropas se fascinaron con los cuentos sobre Artigas y se sublevaron el 3 de abril con intenciones de unírsele cuando este llegara a Santa Fe. Y así fue.
El carisma de Artigas los había subyugado y se pasaron al ejército “invasor”, que estaba pronto para avanzar sobre Buenos Ai res. La mañana del 11 de abril, una mañana radiante de intensa claridad, llegó la intimación de los federales al director supremo en el campamento de los Olivos.
Sabiendo que cumplido el plazo de intimación enviarían una copia al Cabildo, Alvear montó a caballo e hizo movilizar a los 4.000 hombres que aún tenían bajo su mando para interceptar las comunicaciones entre las tropas federales al mando de Artigas, reforzadas con los sublevados de Álvarez Thomas, y la capital.
Llegó a todo aliento a Caseros y allí los esperó. La logia, entonces, resolvió sacrificar a Álvarez antes de que las aguas los ahogaran a todos. Alvear debía renunciar. Larrea fue el elegido para hacer efectiva la resolución. Al llegar al campamento de Caseros, Alvear, que había sido alertado por sus fieles, lo recibió a gritos.
-¡Yo no me voy a sacrificar por nadie! -Vamos a caer todos y nuestra derrota puede ser total… y para siempre- le dijo Larrea, transmitiéndole los argumentos de los “hermanos”.
-¡Vaya maricas que son…! A mi mando esta la fuerza más grande y mejor armada…
-Como usted diga, excelentísimo director supremo- contestó Larrea, tras lo cual se marchó.
La noticia de la sublevación del ejército de avanzada de Álvarez Thomas conmovió a toda la ciudad. “O la ganamos o nos lleva el diablo”, decían los vecinos. Soler, que había vuelto un mes atrás de su puesto de gobernador en Montevideo, fue nombrado gobernador por el Cabildo y ascendido a coronel mayor, un nuevo cargo intermedio entre coronel y brigadier, que le daba derecho a hacerse llamar general.
Armó a los cívicos con 1.300 fusiles que requisó de los barcos anclados en el puerto y con la fuerza comunal a su mando, los cívicos, espero el ataque de Artigas. También la renuncia del dictador Alvear. Pero Larrea había regresado a la ciudad con malas noticias: Alvear no quería renunciar.
La logia, entonces, considero que había que “renunciarlo” como fuera. A lo largo del día fueron y vinieron Caseros, Nicolás Rodríguez, Álvarez Jonte, Monteagudo y Guido, sucesivamente para tratar de convencerlo de que lo hiciera por las buenas.
Al día siguiente, 12 de abril, fue el turno del sacerdote Valentín Gómez, quien le sacó la promesa de que renunciaría al cargo de director supremo pero no al mando del ejército. El 13 de abril, la logia acepto la propuesta intermedia y Nicolás Herrera, secretario de Gobierno, salió hacia Caseros para hacerle firmar el oficio con las condiciones acordadas.
La logia se mantenía en sesión permanente. Veían que la situación era tan complicada que no alcanzaba con la renuncia de Alvear al directorio; debía dejar todos sus cargos y desaparecer por un tiempo de la ciudad para que la calma volviera a reinar. Pero Alvear estaba furioso e incontrolable y no había manera de diálogo con él.
-Tal vez haya que apretar los puños y tomar decisiones más extremas- dijo Rodríguez Peña.
-Puede ser- dijo Monteagudo-, está convencido de que lo estamos usando de “chivo”. Se niega a una salida política… Habrá que esperar.
-Avancemos- dijo Larrea-. Hay un vacío de poder. Necesitamos un nuevo gobierno.
-Propongo la restauración del triunvirato. Un tercer triunvirato- dijo Monteagudo.
-Es una muy buena idea- dijo Rodríguez Peña, con quien todos coincidieron.
Luego que se votara la moción de un tercer triunvirato, que fue aprobada unánimemente, comenzaron a evaluarse los nombres de sus posibles integrantes. A la hora ya habían una fórmula con la que todos estaban de acuerdo: San Martín, Nicolás Rodríguez Peña y Matías Irigoyen.
El 14 de abril, con el proyecto salvador en la manga, los integrantes de la logia reunieron a la Asamblea, la que aceptó la renuncia de Alvear y aprobó la formación de un tercer triunvirato, convalidando a los candidatos propuestos, pero ya era demasiado tarde para una salida arreglada a puertas cerradas por la logia y sin la participación de otros sectores.
El 15, la ciudad entera amaneció sublevada. Sobre el Cabildo se observaba la señal de “Patria en peligro” (una bandera en su torre y un toque periódico de campana). Soler estaba al frente de los cívicos para defenderla de un ataque artiguista, pero la multitud lo increpó para que detuviera a Alvear, más que a Artigas.
Al ex director lo hacían responsable de todos los males del momento. Soler pudo haberse convertido, a sus 32 años, en el caudillo que reclamaba el pueblo, pero no tenía el carácter necesario. Sólo se le ocurrió presionar a la Asamblea para que destituyera a Alvear de su puesto en el ejército.
El proyecto centralista de Alvear se desmoronó en mil pedazos. El Cabildo se puso al frente de la situación y destituyó a Alvear de todos sus puestos.
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