AGENCIA / NOTA DE OPINIÓN
por CARLOS SALVADOR LA ROSA
CIUDAD DE MENDOZA (Los Andes). Néstor Kirchner, como presidente, no recibió uno sino dos países para administrar. Uno en default, casi quebrado. Otro próspero y auspicioso que no tenía pasivo pero sí un capital de unos quinientos mil millones de dólares (lo que la soja y el aumento internacional de los precios de las materias primas le ofrecerían como aporte extra a la Argentina en apenas una década).
Con esos dos países a su disposición, el nuevo Presidente, en vez de usar esa millonada única para hacer otro país cancelando el saldo del viejo, prefirió usar la plata que le permitiría hacer un país nuevo para comprarse el viejo a precio de liquidación.
Fue un proyecto político propio de épocas de anarquía y caos. No de estadistas dispuestos a salir de la crisis sino de aventureros dispuestos a lucrar con ella.
Ese proyecto consistió, básicamente, en subsidiar al país entero para así comprarlo. Subsidió trenes y todo el transporte público, la electricidad, el gas, el agua y la nafta para que se fueran sus dueños extranjeros y él se quedara con todo, vía el Estado o vía testaferros. Y, a partir de ese poderío creciente, ir apropiándose también del capitalismo nacional.
Para sostener tal desmesura o al menos justificarla ideológicamente, al proyecto político le agregó una gran impronta sociocultural.
Dio prebendas como nadie a los hacedores de la cultura; hizo de miles de periodistas empleados privilegiados del Estado; regaló las notas a los estudiantes de todas las escuelas; permitió la subsistencia básica mediante planes de todo tipo a los pobres, siempre y cuando siguieran siendo pobres.
No promovió a ningún sector social pero intentó contener a todos mediante la dádiva o el subsidio. Mientras tanto, fue armando un país paralelo, secreto.
Lo había empezado cuando fue gobernador de Santa Cruz pero en una dosis módica, parecida a la de cualquier señor feudal de provincia. Allí, institucionalmente, eliminó toda resistencia a su poder hasta constituir el gobierno en un unicato, una monarquía absoluta.
A diferencia de lo que luego haría en el país con la plata de la soja, en su provincia a la millonada que recibió por las regalías petroleras decidió refugiarla en el exterior, no por temor a los riesgos del país sino con el fin de que fuera su colchón para alcanzar las cimas de su alocado proyecto nacional en el cual sólo él y su esposa creían, hasta que las hadas madrinas -o los hados padrinos- lo hicieron presidente de la Nación y la autoprofecía se hizo realidad.
Néstor fue en Santa Cruz, antes de ser gobernador, un pequeño prestamista usurero pero con ideas de grandeza ilimitadas, épicas. Las dos cosas a la vez. Luego, de gobernador, con los mil millones de las regalías ya no sólo se dedicó a soñar sino que comenzó a construir su proyecto grande.
Llegado a la Presidencia puso en marcha ese plan soñado y entonces lo primero que hizo fue comprarse todo lo que pudo de Santa Cruz, para él y sus compinches. El Calafate lo compraron vía tierras fiscales adquiridas a precio vil o la construcción de hoteles para fines no hoteleros, entre otras linduras.
El Presidente quería ser, como Patoruzú, dueño de media Patagonia y desde allí avanzar hacia el centro de la Nación.
Así, mientras compraba Santa Cruz a precio de remate, desde la Presidencia también comenzó a comprarse el país con muchas herramientas entre las cuales sobresalió el congelamiento de las tarifas para que se fueran del país los extranjeros que tenían en su poder las empresas públicas privatizadas.
Además, mediante el subsidio a los empresarios nacionales los obligó a asociarse con él, directa o indirectamente, en sus propias empresas. Incluyó también el “aporte” de una nueva burguesía sureña que fue su carta de presentación.
Su mano de obra capitalista, de la cual Lázaro Báez fue una de sus más magnas creaciones: un cajero de banco que en poco más de una década devino uno de los empresarios más poderosos del país, sólo mediante la obra pública prebendaria.
Su proyecto, más allá de que su metodología puede ser mirada desde un punto de vista ligado a la corrupción, en realidad fue político.
Tenía una idea de país y vino a aplicarla.
No quería los mil millones de las regalías y los quinientos mil millones de la soja para vivir mejor él y su familia (para eso bastaron unas propiedades y unos hoteles y un par de cajas fuertes llenas de plata que, en comparación con la plata grande de la que dispuso, nunca dejaron de ser minucias para seguridad de los suyos) sino para edificar un país a su imagen y semejanza.
Como Patoruzú cuando fue Presidente en la historieta, quería hacer un país igual a sí mismo, extender a toda la Argentina y los argentinos su modo de ser y de ver las cosas. Aunque un Patoruzú especial, con la mística y la épica de Patoruzú pero con la metodología de Isidoro Cañones.
Para llevar a cabo en concreto su plan, lo primero que siempre hacía Néstor era apoyar, ayudar o fortalecer a su futura víctima con dineros estatales.
Luego proponerle que a cambio de todos los favores recibidos fueran socios sotto voce o vía testaferros para, al final, quedarse con todo echando al anterior dueño y luego socio.
Esta última etapa la hizo o lo haría nacionalizando, comprando por baratijas, apretando con quiebras (Ciccone), echando a los dueños, usando la Justicia para perseguirlos.
No importa como, lo importante era quedarse con todas las empresas para que pasaran a formar parte del proyecto político. Un problema fue que Amado Boudou, Lázaro Báez y la mayoría de los encargados de cumplir con las “transferencias”, sólo veían la parte de enriquecimiento personal, no la política, por eso dejaron tantos flancos abiertos.
Néstor armó una artesanal pero monumental contabilidad financiera oculta en el país viejo con el dinero del país nuevo el cual, en vez de ser usado para el desarrollo, lo puso como garantía de su poder total.
Fue un proyecto desmedido pero falto de miras; de grandeza táctica pero de pobreza estratégica, porque nunca vislumbró confundirse con la grandeza de un país nuevo sino vivir de los límites del país viejo.
Con el tiempo, cuando Néstor murió, Cristina descubrió todo esto que acaso sospechaba pero en lo cual su esposo nunca la hizo intervenir directamente.
Entonces ella, asediada y con culpas, intentó justificar ideológicamente lo que Néstor construyó políticamente. Cristina debe haber entendido la muerte del ser querido por causa de la imposibilidad de lo que se propuso porque, mala o peor, la tarea que intentó era demasiado para un solo hombre, incluso para una generación entera, que mataría a cualquiera.
Para no ser tan duros, se podría decir que además de un Patoruzú con la metodología de Isidoro,
Néstor también fue un Isidoro con la grandeza de miras de un Patoruzú.
Él era las dos cosas a la vez y lo sabía puesto que, aparte de complacerse con su visión grande, no por ello ignoraba sus partes pecadoras. Mientras que Cristina se cree sólo Patoruzú y por eso siempre se junta con Isidoritos.
Porque ella es pura, y sólo el resto son impuros.
Patoruzú tenía a la Chacha y a Ñancul como su gente de confianza, dos simples empleados, una niñera y un capataz, sin amigos; una hermana con la misma cara y un hermano menor, Upa, que parecía un hijo algo opa.
Néstor tampoco tenía amigos sino al cajero de banco, al jardinero de su casa, al chofer de sus autos y también una hermana con la misma cara, aparte de su esposa e hijos. Con ellos quiso armar un imperio, tan imponente como Colón descubriendo un nuevo mundo con tres carabelas tripuladas por presos comunes.
Guardaba el dinero en cajas fuertes y compraba tierras, como Patoruzú. Decía representar a los pobres pero vivía como se lo exigía Isidoro, su otro yo, aunque no era despilfarrador como éste. Jamás tuvo en su mente un proyecto desarrollista sino rentístico. Creía en el subsidio como Patoruzú; creía en la limosna o la caridad, decidiendo exclusivamente él a quién regalaba la plata.
Hoy lo que se investiga en la Justicia son apenas las herencias malhabidas que dejó a su familia, pero el grueso del dinero fue para la política, para un proyecto increíble pero que llegó mucho más allá de lo imaginable y sólo empezó a mostrar poros por un accidente: la muerte de un hombre que pretendió concretar una utopía imposible de concretar.
Cuando se murió, en vez de Patoruzú se lo disfrazó de Eternauta porque para el imaginario progre que lo defendía, era mejor un héroe urbano luchando contra marcianos e imperios que un indio patagónico más afín al ideario liberal conservador.
En el medio, miles de Isidoritos hicieron y siguen haciendo de las suyas sin control alguno desde que perdieron al patroncito y hoy, motivados por la heredera de Patoruzú que, al creerse impoluta, manda a esos Isidoritos a que hagan las cosas malas que ella, con su pureza revolucionaria, está impedida de hacer.
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