lunes, 16 de febrero de 2015

ENGAÑOSO ENSAYO SOBRE EL CINE

AGENCIA / CINE 


 CIUDAD DE BUENOS AIRES (Urgente24). Uno de los puntos a favor del nuevo trabajo de Alejandro González Iñarritu es su dirección de fotografía, a cargo de Emmanuel Lubezki (“El Árbol de la vida”, “Gravedad”, entre otros trabajos).



Es que el film está constituido por un gran “falso” plano secuencia: es una serie de largas tomas yuxtapuestas con inteligencia para generar una sensación de constante fluidez. Pero, si bien es realmente asombroso desde lo técnico, no siempre funciona con la misma efectividad: muchas veces la técnica no está en función de nada y de esta manera se torna algo acrobático y vacío.

 Michael Keaton interpreta a Riggan Thompson, un actor que estuvo en la cresta de la ola hace ya veinte años, cuando encarnó en una trilogía al superhéroe que da nombre a la película, pero ahora apuesta algo más alternativo: se dispone a realizar una adaptación teatral de “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, de Raymond Carver, para recuperar su carrera en Broadway.

 Con la sola lectura de esta premisa, uno ya podría suponer el camino que tomará la película: en ella, el mal llamado cine comercial es el enemigo del arte.

El teatro, en cambio, representa la alta cultura. Sobre estos prejuicios se construye el guión y, en no pocos momentos, estas ideas entorpecerán el relato. Partiendo de esta noción de arte, algo conservadora, “Birdman” contiene una serie de comentarios sobre el mundo del espectáculo hollywoodense, que incluyen burlas a la prensa especializada, que pueden ser leídas como un ajuste de cuentas por parte del director.

En una escena ubicada cerca del comienzo de la película, una periodista pregunta, a raíz de una respuesta de su protagonista, quién es Barthes y a qué parte de la trilogía Birdman corresponde “ese personaje”.

 Pero este es solo un ejemplo de lo poco elaboradas que son algunas de las bromas que uno puede encontrar en sus 119 minutos de duración, a cargo de Iñárritu y el resto de su equipo de guionistas, entre los cuales se encuentran los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobbone.

Demuestra, también, ser muy poco sutil en sus referencias, siempre ostensibles: en un momento, un personaje sostiene un ejemplar de la antología “Laberintos”, de Borges, en obvia referencia al aspecto más formal de la película.

 Además de despreciar el periodismo de espectáculos, el film dispara contra el gran público: a lo largo de toda la película, los teléfonos celulares, las redes sociales y el comportamiento social de la gente no hacen más que conspirar contra el respeto que busca obtener Riggan. Y entender que ese “gran público” es el mismo que capta “Birdman” la vuelve algo ridícula, en cierto punto.

 De lo anterior se desprende (y se descubre) algo que tal vez sea lo más condenable de la película: para demostrar su tesis, compleja solo en apariencia, se sirve de todo tipo de trucos que poco tienen que ver con lo que ella misma cree que es la “alta cultura”.

Esta suerte de manifiesto cultural sería legítimo y sumamente respetable —no necesariamente correcto— si no estuviera construido en parte por los mismos elementos que critica, pero no es el caso de “Birdman” y el motivo es obvio: Iñárritu no es Carver.

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