jueves, 4 de agosto de 2011

NOTA DE OPINIÓN

Historias contrapoder
  
(APe).- La Rosa y el Atilio soñaron con protegerse del frío. Con que la casita compartida entre seis familias no respirara tanto aire helado de ése que enferma cuando el invierno se enseñorea en el Sur y, entonces, los pulmones se ponen malitos. Es un breve caserío en el  mar de 500 hectáreas que se entremezclan con las otras 900.000 que tienen los Benetton en la Patagonia. Pero los largos tentáculos del poder dan frutos.



Omar Magallanes, del Juzgado de Ejecución Penal de Esquel, dictó por segunda vez este año una sentencia de desalojo contra la comunidad Santa Rosa Leleque. “Ahora nos quieren meter presos”, dicen la Rosa y el Atilio. Pero saben demasiado de soledades. Son apenas una brizna en la pradera. Una arenilla en el océano.
El Proyecto de Ley de Protección al Dominio Nacional sobre la Propiedad, Posesión o Tenencia de las Tierras Rurales fija en un 20% como “límite a toda titularidad de dominio de tierras rurales en el territorio nacional”. Y limita “la ocupación por personas físicas y jurídicas de una misma nacionalidad en un 30% de los terrenos nacionales en manos extranjeras”.
Luciano Benetton tiene 90.000 veces más de lo permitido. Pero lo saben muy bien: la legislación no es retroactiva. Y si alguien sostenía alguna duda, Cristina Fernández aseguró que “la medida no afectará los derechos adquiridos porque significaría cambiar las reglas del juego y afectar a aquellos que adquirieron tierras legítimamente”.
Unas pocas decenas de metros cuadrados que la Comunidad defiende con sangre y voz. Unas pocas decenas en las tierras de un Goliath que cría 260.000 cabezas de ganado ovino, que producen hasta 1.300.000 kilogramos de lana, que es enviado a Europa. Ellos dos, batallan contra molinos con sus dos bueyes cansados.
Nueve años atrás, la empresa textil en la que Rosa Nahuelquir trabajaba cerró sus puertas y los trabajadores comenzaron a saber en piel y alma qué destino duro les auguraba la nada. Atilo Curiñanco era obrero del frigorífico pero los 150 pesos que llegaban a sus bolsillos cada quincena no bastaban para vivir. Fue entonces, que Atilio y Rosa decidieron regresar al campo. 
Pidieron al Instituto Autárquico de Colonización y Fomento (IACF) un terreno fiscal llamado Santa Rosa, en el que Atilio había vivido en su infancia. De palabra, el Instituto les dijo que era una reserva indígena abandonada desde hacía décadas. Y ellos creyeron. Primero unas cuantas chapas, un poco de madera, herramientas para arar, semillas para multiplicar el pan y la savia, una utopía entre sus dedos.
Bastaron apenas unos meses para que Ronald McDonald, administrador de la firma, denunciara a la familia mapuche y fue entonces que comenzó la interminable cadena de allanamientos que intentarían denodadamente quebrar los sueños y la dignidad. Hasta los dos bueyes con que araban la tierra les fueron secuestrados.
“Debo decirlo con orgullo que un pueblo hermano ha sabido apreciar con respeto y admiración el ejemplo del teniente coronel Varela en el cumplimiento del deber”, diría Allan McDonald, uno de sus antepasados, el 23 de septiembre de 1923 tras el fusilamiento de 1500 obreros en las luchas de la Patagonia trágica.

El gurí llegó corriendo a su primer día de clases. El guardapolvos asomó con una tenue lluviecita de barro que dejó las huellas sobre el dobladillo. Bajo el brazo, un cuaderno Gloria.
El no lo sabe. Hubiera sido lo mismo que llegara con un cuaderno Avón o con una carpeta con hojas Éxito o Ledesma. Todas nacieron en la misma tierra. Todas fueron paridas a contraviento de la dignidad. Todas son resabio de la sangre derramada.
Amos y patrones del imperio azucarero más poderoso del país, se multiplicaron en las industrias del papel, de las carnes, de granos, de almidones, de petróleo, de glucosa.
“Tuve relación con todos los presidentes constitucionales argentinos empezando por Perón. 
Ledesma mantuvo buenas relaciones con todos los gobiernos”, desnudó alguna vez Carlos Pedro Blaquier con desfachatez y una sonrisa atravesándole el rostro. El mismo Blaquier que apuró a los dictadores para destruir todo atisbo de rebeldía y aportó 43 vehículos, galpones, luces y sombras para deglutir a 400 cuando al mismo tiempo se apagaron todas las luces todas, menos las de la empresa Ledesma. No fue azar que el sindicato de Ledesma fuera el primero que Isabel Martínez de Perón intervino durante su gobierno. Eran tiempos –describió  Melitón Vázquez, un dirigente azucarero del ingenio- en los que “los trabajadores vivían en casas cercadas con alambre, custodiadas por policía propia, todos armados con escopetas Winchester”.
Saben bien los Blaquier que el poder deviene de la acumulación y la diversificación. Y en su propia página web se anuncia la propiedad del Complejo Agroindustrial Ledesma, en Jujuy, con 40.000 hectáreas con caña de azúcar; fábricas de azúcar, alcohol, bioetanol, celulosa y papel, 2000 hectáreas de plantaciones de cítricos y paltas, un empaque de frutas y una planta de jugos concentrados; Glucovil Argentina S.A., en Villa Mercedes, San Luis, con planta de molienda húmeda de maiz, producción de jarabe de fructosa, glucosa, almidones; Planta de Cuadernos y Repuestos, en Villa Mercedes; Planta de papeles encapados, en San Luis; Ute-Aguarague, de exploración y explotación de petróleo y gas, en Salta; Citrusalta S.A., Salta; Establecimientos Agropecuarios en las provincias de Buenos Aires y Entre Ríos, con un total de 51.534 hectáreas.
La Biznaga, en Roque Pérez, es tal vez la niña mimada. Es la mayor productora de cerdos del país, con un total de 6000 hembras. Y un palacio asentado en los alrededores donde los Blaquier suelen recibir a la realeza internacional.
En esa estancia suelen reunirse a catar vinos los productores de Quara Reserva Tannat, Vistalba Corte A, Lagarde Malbec y mientras la familia anfitriona contraataca con sus corderos Cara Negra entre comentarios de haras o de turf.
“No me perdonan que sea un hombre de éxito, tanto como empresario, por haber sido capaz de llevar a Ledesma donde está hoy después de haberla conducido durante más de cuarenta años, como en el orden intelectual, donde en virtud de mis publicaciones he sido designado como Miembro de Número de varias Academias de nuestro país”, se le ha escuchado decir a Charlie Blaquier, dueño también de siete yates valuados en 50 millones de pesos.
En uno de sus libros de historia, Blaquier escribió que “los indios sometidos por Roca no solamente fueron usurpadores, sino también genocidas, a pesar de lo cual el tratamiento que se dio a los que se sometieron voluntariamente fue muy generoso”.
Es fácil entonces entender cómo para Charlie Blaquier los cientos y cientos que gritan al mundo su vulnerabilidad son usurpadores en tiempo presente.
Lejos, tan lejos de su lógica los hombres y mujeres de piel oscura juran a la tierra, que pondrán la luna en el bolsillo y que sucederá en el mundo el corazón de mi mundo. 
Porque es hora, sí señor, ya es hora, de secar con mis lágrimas todo el horror de la lástima.
Ya es hora. Después de tanta muerte acumulada.

Dejaban sistemáticamente las huellas del cemento. Cuando todos se iban y el Negro iba a apagar la luz del estudio, descubría con media sonrisa la marca semirredonda. Tres, cuatro, cinco o a veces más obreros de la cementera pasaban cada día por la oficina precaria en Lamadrid y Dorrego, a pocas cuadras del centro de Olavarría.
Fue así casi hasta el último día. 
Hasta aquel 29 de abril de 1977 en que un Renault 12 patente 017.333 color anaranjado lo secuestró cuando volvía caminando hasta su casa con un chocolate Suflair aireado para su mujer y un atado de Parliament.
Carlos Alberto “el Negro” Moreno era el abogado que había logrado probar en la justicia que los obreros de la embolsadora de la Fábrica Loma Negra se enfermaban de silicosis.
Como Luciano Benetton, como Carlos Pedro Blaquier, la fortuna de los Fortabat era de las más suculentas del empresariado. Amalia Lacroze de Fortabat llegó a figurar como una de las 20 mujeres más ricas del planeta. 
Durante la última dictadura y de la mano de José Alfredo Martínez de Hoz logró triplicar su patrimonio.
El Negro Moreno osó enfrentarse a ese poder que había construido las villas obreras a su antojo y en que el pueblo, al igual que Ledesma, terminó llamándose Villa Alfredo Fortabat.
El 3 de mayo de 1977, cuando logró escapar de “La Quinta”, el centro clandestino de Tandil al que lo habían llevado, lo mataron a palazos y con disparos de plomo.
La suya fue una voz solitaria en el océano de las crueldades. Como las voces de Rosa y Atilio. Como la de Olga Márquez de Aredez. Como la de los okupas de hoy en Libertador General San Martín.
Demasiada soledad para tanta utopía.



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