sábado, 30 de julio de 2011

NOTA DE OPINIÓN

Ariel, como una mariposa
  
(APe).- Para Ariel, el día verdadero empezaba a las cuatro de la tarde. Dejaba atrás ocho horas de trabajo para saborear despacito una celebración que a los 22 es intensa, entrañable. El 20 de julio es un día para reírse con ruidos y boca enorme, para juntarse con  brazos largos y alma bailantera. Pero Ariel no pudo.

Jamás se imaginó que a la vuelta de la esquina lo esperaba el azar sistemático con el que suele excusarse el brazo represivo del Estado. Una bala le atravesó la cabeza y el sueño acabó brutalmente. Ni fiesta ni mañanas ni tiempos por venir. La nada en sangre frente a un caño que aún humea. Frente a la pistola Bersa Thunder que humeará siempre ante la muerte joven. Ante los retoños que se arranca violentamente el sistema de ramaje seco que no tolera las insolencias de la primavera.
 
El suboficial Mendoza y la versión Federal primerearon con una heroica persecución de dos delincuentes armados, una pistola que se le cayó en el revoltijo y un disparo desquiciado que fue a terminar su carrera en la primaverita incipiente de Ariel. El uniforme de la Federal lleva sus chapas salpicadas por el barro maloliente del Riachuelo. El último barro que respiró Ezequiel Demonty, cuando lo obligaron a tirarse y nadar en el infierno de veneno y podredumbre. Y a morirse. Como corresponde a la prepotencia de la juventud, a la subversión de la pobreza. A la inconveniencia de la piel oscura.
Colocar en la pira de los sacrificios al suboficial Mendoza e incinerarlo como responsable individual y único implica exculpar a una estructura pensada y echada a la calle como fuerza de choque del Estado. Como fuerza bruta de una carroza ideológica donde desfilan los elegidos y corren detrás hasta el desaliento los desterrados: los pobres, los pibes, los débiles. Los que se agrupan, los que se ríen a gritos, los rebelados, los improductivos, los que quedan en el camino para acolchar los pasos del resto.
 
Exhibir a Mendoza solo en la escena judicial es condenar a Poblete como asesino de Fuentealba. A Franchiotti como el criminal de Kosteki y Santillán. Culpar al dedo en el gatillo feroz del sistema. Donde hay quienes deben morir. O desaparecer. En hondonadas o en cárceles. Por insurrectos. Por jóvenes. Por rabiosos resistentes a su propia exclusión.
 
Mendoza no perseguía delincuentes. Dejó su puesto de custodia para repeler el ruido infamante de la alegría. Para correr a un grupo de chicos que festejaba a manotazos y carcajada con aliento a cerveza. Terrible amenazas para la seguridad ciudadana. Disparó o tropezó con su propia ansiedad de castigo y/o muerte estructuralmente programada. Como un chip que la cronometría estatal dispone para reaccionar ante el estímulo del joven, del pobre, del peligro que acecha el orden social. “Temíamos por la inseguridad y nos mató la policía”, lloraba en desconcierto la familia de Ariel. Que no era pobre ni moreno. Pero era joven. Y sintió que el propio orden social que le garantizaba el brazo predador del Estado lo devoraba como equivocado. Como por un error que no es. Porque los muertos bien muertos son los pibes de rumbo talado que tragan la cicuta del Riachuelo o asoman sus huesos de los containers. Aquellos que no pueden temerse a sí mismos como lo hace tras sus alarmas y sus perros el orden social cuidadosamente delimitado.
 
A Ariel lo mató una bala que buscaba corazones jóvenes. Detuvo el suyo -que planeaba celebrar la amistad horas después- como pudo haber detenido la carcajada rebelada de quienes se daban la mano y juntaban el puño en saludo de encuentro ahí, a metros de su muerte inexplicable.
 
A la cuatro de la tarde del miércoles 20, en Paseo Colón y Humberto Primo, Mendoza dejó su puesto en el Renaper y salió a la caza de jóvenes. Dijo que el arma se le cayó y se disparó sola. Impericia, estupidez, negligencia. Y la puntería exacta del azar que taló una vida con un disparo certero en el cráneo.
 
Un operativo, violencia legal en descontrol, el fervor espontáneo de un efectivo que hacía servicios adicionales. Todo para calmar la celebración ardiente de un grupo de adolescentes. Tan desmedido como una granada para someter a una mariposa.
 
Ariel supo, brutalmente, que ser joven es tan peligroso como ser mariposa. 
 
Que se puede volar pero no tanto. Que a la hora en que suena la alarma que despierta para la vida, hay un arma que se dispara. A veces el horizonte está cerca y el cuerpo puede nadar hasta un futuro que amanece. Otras veces, como para Ezequiel Demonty, el mar es una ciénaga que devora. Para Ariel, un agujero fatal por donde se desmoronan los sueños.

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