jueves, 8 de septiembre de 2011

NOTA DE OPINIÓN

Simón Rodríguez, el maestro
  
(APe).- La vida de Simón Rodríguez bien podría inscribirse en alguna de las leyendas mágicas de siglos pasados, un poco por la falta de precisión en los datos biográficos registrados y otro tanto porque, para ciertos historiadores oficiales, siempre es preferible que Rodríguez haya sido un loco, un personaje mítico e irreal; lo cierto es que más allá de lo que quedara de su vida, sus ideas perduran y se agigantan en estos tiempos.
El maestro de Simón Bolívar, el educador popular de ideas revolucionarias, nos viene a este presente de educación pública sin presupuesto y con crisis edilicia, a estas luchas de maestros y estudiantes argentinos o chilenos, a la presencia en la memoria de Carlos Fuentealba, a tantos bachilleratos populares que resisten a una educación que se regodea en el lucro y la privatización y que pretende preparar más para el mercado que para el desarrollo integral del ser humano.
 
Pero tratemos de rastrear algunas fuentes y algunos principios del maestro. 
Las contradicciones en los datos comienzan desde temprano, cuando algunos mencionan 1769 y otros 1771 como el año en que llega al mundo. Aunque un 28 de octubre, los datos vuelven a ser imprecisos en el nombre original de su partida de nacimiento: Simón Carrero Rodríguez parece ser el original, primer apellido que después pierde para quedarse con el de su madre. Otros mencionan que Simón Rodríguez siempre se llamó así, por ser hijo expósito (“hijo de piedra”, un hijo no reconocido por su padre, abandonado en conventos o iglesias, por una madre sin más alternativa que la dejar a su hijo al cuidado de otros) de Rosalía Rodríguez y que luego fuera criado en algún ámbito relacionado con la iglesia.

Poco se conoce de su infancia, pero entre otros informes certeros está el de que Simón Rodríguez se recibió de maestro de primaria a los 20 años.

Unos años después, era el encargado de la educación de un adolescente de nombre Simón Bolívar, el huérfano más rico de Venezuela, al que comenzó a transmitir su ideario de libertad, igualdad y fraternidad, a quien empezó a describirle la vida sacrificada y las injusticias que padecían los esclavos que trabajaban duramente para el niño Bolívar, al que le acercó las teorías, pero también las fantasías que habitaban los libros como Robinson Crusoe o los secretos de la naturaleza, a quien inició en el oficio de carpintero y en todo lo que Rodríguez empezaba a delinear como imprescindible para una educación completa e integral.

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¿De dónde traía estas ideas Simón Rodríguez? Una vez más los datos se cruzan: se apunta la lectura del Emilio, de Rousseau como imprescindible, aunque en este punto, Emil Calles (rector de la Universidad Simón Rodríguez de Venezuela) difiere con que esas ideas hayan llegado puras. Comenta que “Rousseau tenía una concepción absolutamente burguesa de la educación mientras que Rodríguez tenía una influencia absolutamente popular. Rousseau decía que la educación debía llevarse a los indígenas pero desde el punto de vista clasista. (...) Rodríguez decía ‘las víctimas del viejo orden colonial’”.

Las víctimas de las que hablaba eran negros, pardos, indios, mujeres, pobres (en ese entonces sólo el 1% de la población tenía acceso a ser educado). Del viejo orden colonial también conocía Simón. En 1794 escribe su libro Reflexiones sobre los defectos que vician la escuela de primeras legras de Caracas y el medio de lograr su reforma por un nuevo establecimiento, en el que realiza un planteamiento contra la enseñanza colonial. Algunos años después participó en la conspiración conocida como “de Gual y España”, un movimiento revolucionario que buscaba liberar a Venezuela del colonialismo del imperio español y que resultó el antecedente más cercano a los sucesos independentistas de 1810. Su fracaso provocó que Rodríguez tuviera que abandonar la patria, pero no sus ideales, claro está. Partió para regresar recién 25 años después.

Jamaica primero, Estados Unidos después, hasta recaer en Europa. En esa estadía por el Viejo Continente, fue a visitarlo su alumno, Bolívar, y juntos recorrieron algunos países.

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En esos años que Rodríguez seguía exiliado en Europa su alumno más querido participaba en las guerras de la independencia en su Venezuela natal. De regreso a América, en 1824 crea la primera escuela taller en Bogotá.

Allí se educaba jugando, niños y niñas se sentaban y aprendían juntos (“primero porque así desde niños los hombres aprenden a respetar a las mujeres y segundo porque las mujeres aprenden a no tener miedo de los hombres”, decía el maestro), se educaba en oficios (“albañilería, carpintería, herrería, porque con tierras, maderas y metales se hacen las cosas más necesarias”) porque enseñar a trabajar era valorar al trabajador y a las cosas creadas con las manos del hombre.

Pero el inquieto Rodríguez continúa su recorrido por Panamá y Ecuador. Se reúne en Lima con Bolívar por un llamado especial del Libertador, quien lo nombra director de Educación en el recién fundado país, Bolivia.

Después de esa primera experiencia y con el título sobre sus espaldas, Rodríguez funda la segunda escuela taller en Chuquisaca (cuna de la Universidad con el mismo nombre, formadora de muchas mentes emancipatorias de América del Sur) con la idea de que el ideario se propagara por todo el flamante país.

Para los educados en el sopor de la memorización, pagadores ricos de una educación estática, para los instruidos en el asco del trabajo y del sacrificio, adoradores de la salvación en el más allá, encerrados en conventos donde se los atiende y se los sirve, para los anquilosados en puestos burocráticos, amigos del poder para garantizar su permanencia, Simón Rodríguez había ido demasiado lejos. “¡Una escuela de vagos y mujerzuelas!”, gritaban.
 
“Se ha de dar instrucción y oficio a las mujeres, para que no se prostituyan por necesidad ni hagan del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia”, aconsejaba el maestro. “¡Una escuela de putas y ladrones!”, bramaban sus críticos, horrorizados.

“La América española es original, originales han de ser sus instituciones y su gobierno y originales sus medios de fundar uno y otro. O inventamos o estamos perdidos”, advertía don Simón.

“Unos toman por prosperidad el ver sus puertos llenos de barcos… ajenos y sus casas convertidas en almacenes de efectos… ajenos. La sabiduría de la Europa y la prosperidad de Estados Unidos, en América, dos enemigos de la libertad de pensar. Los estadistas de estas naciones no consultaron para sus instituciones sino la razón y ésta la hallaron en su suelo. ¡Imiten la originalidad, ya que tratan de imitar todo!”, reclamaba Rodríguez.

Contra la instrucción que tomaba al niño como “tabula rasa” en la cual ir construyendo estructuras predeterminadas, párrafos enteros incomprensibles, contra el concepto maestro – alumno donde el conocimiento se impartía en una sola dirección y los niños acostumbraban a callar y respetar obedeciendo, Simón explicaba: “Mandar recitar de memoria lo que no se entiende es hacer papagayos. No se mande, en ningún caso, hacer a un niño nada que no tenga su porqué al pie. Acostumbrado el niño a ver siempre la razón respaldando las órdenes que recibe, la echa de menos cuando no la ve y pregunta por ella diciendo ´¿por qué´”.

La razón de enseñar a los niños a ser preguntones es que al querer conocer el porqué de lo que se les pide hacer se vayan acostumbrando a obedecer a la razón y “no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos”. Seres libres, seres pensantes, seres diversos: “se ha de educar a todo el mundo sin distinción de razas ni colores. No nos alucinemos: sin educación popular, no habrá verdadera sociedad”, refiere una vez más, adelantándose un siglo al brasileño Paulo Freire.

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En los últimos años de su vida dio clases en varios colegios de Quito y Guayaquil. Fue en esta última ciudad donde un incendio quemó gran parte de su obra. Como un capricho de la naturaleza, el fuego que vio arder tantos libros prohibidos, ocultados, silenciados, se ensañaba esta vez con la obra de Simón. Parte de ese material que se fue para siempre hablaba justamente de la importancia de la memoria para que la historia propia de un pueblo continúe, se mantenga.

Contra los que siempre usaron fuego o dinero para restringir las ideas, Simón decía: “los conocimientos son propiedad pública, puede renunciarla una generación pero no privar de ella a las siguientes. No lea, pero no oculte ni destruya”. ¿De qué otra forma podrá continuarse lo construido por un país? “Abramos la historia: y por lo que aún no está escrito, lea cada uno en su memoria”, nos respondería el maestro.

En 1853 emprende su último viaje rumbo a Perú, junto a su hijo José y a Camilo Gómez. Es este último quien lo asiste en su muerte, en el pequeño pueblo de Amotape y es quien relata las últimas palabras que conocemos por Eduardo Galeano: “Don Simón, tan luego vio entrar al cura de Amotape, se incorporó en la cámara, se sentó, hizo que el cura se acomodara en la única silla que había y comenzó a hablarle algo así como una disertación materialista. El cura quedó estupefacto y apenas tenía ánimo para pronunciar algunas palabras tratando de interrumpirlo…”

El cura asistió al último suspiro de Rodríguez sin poder darle la extremaunción. Seguro fue mejor para Rodríguez, tan distante de esas peroratas salvadoras. Tal vez fue mejor para el cura, quien hubiera tenido que rezar ante quien dijo alguna vez “servirse  del nombre de dios para respaldar injusticias es blasfemia”.

Lo cierto es que Simón Rodríguez no fue leyenda alguna. Transitar sus revolucionarias ideas es adentrarse en una figura real y de vigencia intacta. Es romper su obra silenciada, es escuchar el eco de una frase que resuena: “No hay interés donde no se entrevé el fin de la acción. Lo que no se hace sentir no se entiende y lo que no se entiende no interesa. Llamar, captar, fijar la atención son las tres partes del arte de enseñar”.



(*) Publicado por Revista Sudestada

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