martes, 13 de septiembre de 2011

NOTA DE OPINIÓN

VIDAS EN LLAMA
-por Claudia Rafael-


(APe).- Una, dos, mil veces. Rostros que se multiplican. Oscuros, jóvenes, de cabellos revueltos. Demasiado jóvenes. Ya sin futuro. Supieron, sin poder gritar siquiera, que este mundo no estaba hecho a su medida. Franco Sosa y Franco Nieva, de apenas 16 años. Nelson Molas y Nelson Fernández, un año más grandes. Calcinados, asfixiados, muertos prontamente. Quebrados en su juventud que será eterna. Flotarán para siempre en ese camino al paraíso que no conocieron. Su paso por la Alcaidía de Catamarca fue la última estocada en sus cuerpos magros. Y resultó fatal. Fue este fin de semana de mediados de septiembre aunque ni el Estado, ni los medios, ni la sociedad sientan que con ellos también se quemó la vida. El fuego ardió en sus cuerpos y los devoró.

“Son el sobrante de una generación”. Definición férrea de María del Carmen Verdú, abogada de la Correpi. “Es todo un sistema que posibilita que las fuerzas de seguridad  detengan, torturen y asesinen. Es el fenómeno emergente de la violencia policial que se repite sobre los adolescentes pobres”, continuó.

Control social, disciplinamiento, ejecuciones. Método sistematizado y hecho carne en la sociedad. “Más de dos tercios del total de muertos por gatillo fácil, torturas en cárceles o comisarías corresponde a la franja de jóvenes de 15 a 25 años. Son la franja social con más razones para rebelarse, haciendo algo concreto contra el sistema injusto que está obligado a vivir”, aseguró.

Una, dos, mil veces. Claudia Cesaroni, criminóloga e integrante del CEPOC (Centro de Estudios de Políticas Criminales y Derechos Humanos) toma de Modernidad del Holocausto, de  Zygmunt Bauman aquella expresión de abrir la ventana y mirar. Algo así –analizó- como que resulta imposible actuar sobre aquello que no se ve.

“Es necesario escandalizarse ante el horror”. Desde esa sensación es que llega convencida a la síntesis: no hay reacción. Murieron cuatro chicos calcinados en un lugar en el que nunca deberían haber estado y no hay conmoción. Porque en definitiva, hay horrores que no impactan. Que no duelen. “No se escucha el reclamo de los familiares...no se oye su llanto”.

Horror –repite- que deriva del descarte social como semilla del sistema. “Si el motín de los colchones que en 1978 significó la muerte de 65 presos comunes calcinados en la cárcel de Devoto, hubiera ocurrido en el pabellón de presos políticos, hubiera derivado en un juicio y en un reclamo de los organismos. Estas otras muertes pasan y uno siente que es la misma noticia que se repite en cientos de ocasiones”.

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Una, dos mil veces. Como aquel octubre de 1989, en la Comisaría del Menor, de Formosa. Ocho chicos incinerados. Ocho veces la misma perversidad. Ocho relatos de vida truncados por el sistema. Que serían siete, diez años más tarde en el Precinto 5 de Córdoba. “Tenían entre 18 y 21 años. Estaban detenidos por contravenciones y averiguación de antecedentes. Golpeados. Torturados. Les habían contado a sus familias del maltrato. Se amotinaron y los mismos policías los instaron a prender fuego para que llegaran los jueces. Seis murieron en el lugar y uno, de apellido Barbosa, sobrevivió, contó la historia y murió poco después en el hospital”.

La misma y exacta noticia en cada geografía del encierro país. Cambian los nombres del pueblo. Se modifica la provincia. Pero la realidad se repite cruelmente hasta desgajar vidas destinadas a integrar los listados residuales de un mundo diseñado para otros.
Como Diego, Manuel, Miguel y Elías, masacrados a mano de fuego, humo y golpiza en un calabozo de la comisaría primera de Quilmes, en octubre de 2004. 

Quince, dieciseis y diecisiete años. Pájaros de vuelo truncado a golpes de palos de goma sobre la piel hecha harapos. “Casi todos los días sacaban a los chicos de los calabozos y los obligaban a golpearse entre sí. Todas las madrugadas los levantaban. Les mojaban los colchones. Les hacían requisas con golpes. Aquel día, los policías entraron, los pusieron contra la pared, los hicieron desnudar y les pegaron”, relató luego la madre de
Diego.

Exacta fotografía que aparece a los ojos. Igual. Siempre igual una y otra vez. Basta –diría Bauman- abrir los ojos y mirar.

En Quilmes como en Orán, donde el 25 de octubre de 2006, cuatro chicos de 15, 16 y 17 murieron carbonizados en la comisaría.

O en Posadas, en que Rosa Yamila Gauna, que estrenaba sus 15 fue detenida “por ruidos molestos” y acabaron con sus días en el encierro feroz. Que sólo sabe de paredes que nublan la mirada.

“Ella prendió un colchón con un encendedor”, dijeron. Cuando fue secreto a voces que se buscó tapar las huellas del abuso con el ardor de las llamas en su cuerpo.
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Ya lo decía el querido Elías Neuman en una nota de APe publicada en noviembre de 2006: “Son muertes que en poco tiempo serán reemplazadas por otras y otras más. Y pondremos más literatura del horror y traeremos a la meditación de lectores y televidentes parámetros y doctrinas del derecho penal incumplidos y mencionaremos una vez más a las muertes y los muertos y hablaremos, al fin, de cómo se conculcan los derechos humanos. (...)

“Por qué razón para el capitalismo financiero una enorme cantidad de seres humanos -cientos de miles- han dejado de importar o, mejor aún, no interesan, sobran. ¿Cuándo advertiremos que el crimen del hambre es una forma peculiar de terrorismo estatal en especial en un país como el nuestro demasiado rico para ser pobre? Que el sistema neoliberal establece un Estado autoritario (burocrático autoritario diría O´Donnel) dentro de la llamada democracia formal, un Estado penal brutal que tiene en mira a los de abajo, posibles insumisos y a los que se revelan aunque fuere potencialmente. Habrá que decir que a los chicos de Quilmes los mataron que es lo mismo que dejar morir, porque encarnan esa potencial condición”.

En ese año 2006 que Neuman analizaba ese sistema del horror, varios chicos morían calcinados en la Comisaría Séptima de Corrientes. La mayoría, entre 15 y 17. Otros dos, entre 18 y 21. “Uno de los chicos más grandes estaba desesperado porque su mujer estaba pariendo su primer hijo en ese momento. Se tragó una bombilla del mate para que lo llevaran al hospital. Nadie lo escuchó. La bombilla le perforó el esófago. Los chicos empezaron a tratar de hacerse escuchar para que lo atendieran. La policía los golpeó muchísimo y después los esposó a las rejas. Como eran pibes que acababan de ser detenidos, estaban los padres afuera que empezaron a ver el humo. Los policías no los dejaban entrar. De prepo, los padres, con ayuda de gente que estaba en una hamburguesería entraron a hacer una cadena para llevar agua. Los policías comenzaron a tirar balas de goma. Murieron tres. Hay varios que quedaron con secuelas. Y otro, al que traen una vez al año a Buenos Aires para hacer trasplantes de piel todavía hoy, a cinco años de ocurrido”, contó Verdú.
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Esta vez fueron Franco y Nelson, Nelson y Franco, hermanados en nombre y en destino. Quemados en los basurales del sistema sabiendo que multiplican el temor a alzar la voz. Sabiendo que nadie se golpeará el pecho escandalizado por sus muertes. Seguros de que la limpieza étnica que aplican en modo sistematizado cubre cada uno de los condimentos necesarios para que el sistema corra aceitadamente entre sus perversidades. Que sus crímenes no escandalizan pero sí ejemplifican. Que el miedo enseña y profundiza los silencios.


Ayer fueron Franco y Nelson como antes Rosa, Diego, Miguel o Elías. Como mañana... Que saldrán del carbón y del rocío, diría Neruda. Que llegarán algún día, quién sabe, a sacudir las puertas con manos maltratadas, con pedazos de alma sobreviviente, con racimos de miradas que no extinguió la muerte, con herramientas hurañas armadas bajo los harapos.

 

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