sábado, 28 de noviembre de 2015

POR QUÉ FALLAN LAS MENTIRAS

TENDENCIAS / OPINIÓN 

El actor Tim Roth en el rol del psiquiatra Cal Lightman en Lie to Me



por PAUL EKMAN 

 Las mentiras fallan por muchos motivos. Quizá la víctima del engaño descubra accidentalmente la verdad al encontrar un documento escondido o una mancha de barra de labios en un pañuelo. 


También puede ocurrir que otra persona delate al mentiroso: un colega envidioso, una esposa abandonada, un informante que ha sido pagado para ello, son algunas de las fuentes básicas de detección de los engaños.

Sin embargo, lo que aquí nos importa son los errores cometidos durante el acto mismo de mentir contra la voluntad del que miente, conductas que llevan sus mentiras al fracaso. La pista sobre el embuste o la autodelación puede presentarse en un cambio de la expresión facial, un movimiento del cuerpo, una inflexión de la voz, el hecho de tragar saliva, un ritmo respiratorio excesivamente profundo o superficial, largas pausas entre las palabras, un desliz verbal, una microexpresión facial, un ademán que no corresponde.

La cuestión es: ¿por qué no pueden evitar los mentirosos estas conductas que los traicionan? A veces lo consiguen. Hay mentiras ejecutadas hermosamente, sin que nada de lo que se dice o hace las trasluzca. ¿Pero por qué no sucede esto en todos los casos? Las razones son dos, una de las vinculadas con los pensamientos y la otra con los sentimientos.

 No siempre los mentirosos prevén en qué momento necesitarán mentir; no siempre tienen tiempo de preparar el plan que han de seguir, ensayarlo y memorizarlo. (...) Aun cuando el mentiroso tenga la oportunidad de prepararse por adelantado y de montar cuidadosamente sus planes, tal vez no sea lo bastante sagaz como para anticipar todas las preguntas que pudieran hacérsele o para meditar sus respuestas. Y hasta puede suceder que su sagacidad no alcance, ya que cambios insólitos en las circunstancias quizá de por tierra con un plan que, de lo contrario, habría resultado eficaz. (…) 

Cualquiera de estos fallos -no anticipar en qué momento será preciso mentir, no saber inventar un plan adecuado a las circunstancias cambiantes, no recordar el plan que uno ha decidido seguir- genera indicios del engaño fácilmente detectables. Lo que el sujeto dice es en sí mismo incoherente o bien discrepa con otros hechos inconvertibles que ya se conocen en ese momento, o que se revelan más tarde.

Estos indicios obvios del engaño no son siempre tan confiables y directos como aparentan. Un plan demasiado perfecto y sin tropiezos puede delatar a un estafador que se las piensa todas. Para peor, algunos estafadores, sabiendo esto, cometen deslices deliberados a fin de no parecer perfectos. La falta de preparación o la imposibilidad de recordar el plan adoptado puede ofrecer indicios en cuanto a la forma de formular el plan, aunque no haya ninguna incongruencia en su contenido.

La necesidad de pensar de antemano cada palabra antes de decirla -de sopesar todas las posibilidades, de buscar el término de idea exactos- se evidenciará en las pausas, o bien más sutilmente, en una contracción de los párpados o de las cejas y en ciertos cambios en los gestos y ademanes. No es que la consideración cuidadosa de cada palabra antes de pronunciarla sea siempre señal de engaño, pero en ciertas circunstancias lo es. (…)

 (…) No toda mentira lleva consigo una emoción, pero las que sí la implican, causan al mentiroso problemas particulares. Cierto es que el intento de ocultar una emoción en el instante mismo en que se la siente podría traslucirse en las palabras empleadas, pero salvo que se incurra en algún desliz verbal, por lo común eso no sucede. A menos que el mentiroso tenga el deseo de confesar lo que siente, no necesita poner en palabras sus sentimientos ocultos; en cambio, le quedan menos opciones cuando se trata de ocultar una expresión facial, una aceleración de los movimientos respiratorios o un endurecimiento de la voz. (…)

 Las personas no escogen deliberadamente el momento en que sentirán una emoción; por el contrario, lo común es que vivencien las emociones como algo que les sucede pasivamente, y en el caso de las emociones negativas (el temor, la ira), contra su voluntad. No sólo hay pocas opciones en lo tocante al momento de experimentar una emoción, sino que además nos damos cuenta de que no tenemos demasiado para elegir en cuanto a manifestar o no ante los demás sus signos expresivos. (…)

 Cuando una emoción va sugiriendo en forma paulatina y no repentina, y si comienza en un bajo nivel (molestia en vez de furia), los cambios en la conducta son pequeños y relativamente sencillos de ocultar si uno se da cuenta de lo que está sintiendo. Pero la mayoría de las personas no se dan cuenta. Cuando una emoción empieza gradualmente y se mantiene con poca intensidad, tal vez sea más notable para los demás que para uno; y no se la hará consciente hasta que se haya vuelto fuerte. Pero cuando se ha vuelto fuerte, es mucho más difícil controlarla; ocultar los cambios que entonces se producen en el rostro, el resto del cuerpo y la voz genera una lucha interior.

Aunque el ocultamiento tenga éxito y la emoción no trascienda, a veces se advertirá la lucha misma y será una pista sobre el embuste. Ocultar una emoción no es fácil, pero tampoco lo es inventar una no sentida, aunque no haya otra emoción que disimular con ésta. No basta con decirse “Estoy enojado” o “Tengo miedo”: el embustero debe mostrarse y sonar enojado o temeroso si quiere que le crean. Y no es sencillo convocar los movimientos adecuados, los cambios particulares de la voz, requeridos para simular la emoción.

Hay ciertos movimientos faciales, por ejemplo, que poquísimas personas están en condiciones de ejecutar de modo voluntario . Estos movimientos de difícil ejecución son vitales para que el falseamiento de la tristeza, el temor o la ira tengan éxito. El falseamiento se vuele tanto más arduo cuanto mayor es la necesidad que hay de él: para contribuir a ocultar otra emoción. Tratar de parecer enojado no es sencillo, pero si encima del sujeto que quiere parecerlos tiene miedo en realidad, se sentirá desgarrado por dentro: una serie de impulsos, provenientes de su temor, lo empujarán en una dirección, en tanto que su intento deliberado de parecer enojado lo empujará en la dirección opuesta.

Las cejas, por ejemplo, hay que fruncir el ceño. Con frecuencia, son los signos de esa lucha interna entre lo que se siente de veras y la emoción falsa los que traicionan al mentiroso. ¿Qué decir de las mentiras que no involucran emociones, las mentiras acerca de planes, ideas, acciones, intenciones, hecho o fantasías? ¿Se traslucen en la conducta del mentiroso? (…)

 El detector eléctrico de mentiras, o polígrafo, opera basándose en los mismos principios que la persona que quiere detectar mentiras a través de señales conductuales que las traicionen, y está sujeto a los mismos problemas. El polígrafo no detecta mentiras sino sólo señales emocionales. Sus cables le son aplicados al sospecho a fin de medir los cambios en su respiración, sudor o la presión arterial no son signos de engaño: las palmas de las manos se humedecen y el corazón late con rapidez cuando el individuo experimenta una emoción cualquiera.

 Por eso, antes de efectuar esta prueba, la mayoría de los expertos que utilizan el polígrafo tratan de convencer al sujeto de que el aparato nunca falla, y le administra lo que se conoce como una “prueba de estimulación”. La técnica más frecuente consiste en demostrarle al sospechoso que la máquina podrá adivinar qué naipe ha extraído del mazo. Se le hace extraer un naipe y después volver a ponerlo en el mazo; luego se le pide que conteste negativamente cada vez que el examinador le inquiere por un naipe en particular.

Algunos expertos que emplean este aparato no cometen errores gracias a que desconfían de él, y utilizan un mazo de naipes marcados. Justifican la trampa basándose de dos argumentos: si el sospechoso es inocente, importa que él crea que la máquina es perfecta, pues de lo contrario tendría temor de que no le creyesen; si es culpable, importa que tenga recelo de ser atrapado, pues de lo contrario el aparato no operaría en verdad.

La mayoría de los que utilizan el polígrafo no incurren en esta trampa contra sus sujetos, y confían en que el polígrafo sabrá decirles con exactitud cuál fue el naipe extraído. (…) Hasta ahora hemos visto de qué manera la fama del descubridor de mentiras puede influir en el recelo a ser detectado del mentiroso y en el temor a que no le crean del inocente. Otro factor que gravita en el recelo a ser detectado es la personalidad del mentiroso. Hay individuos a los que les cuesta mucho mentir, en tanto que otros lo hacen con pasmosa soltura. Sé que no pueden hacerlo. Algo puede descubrir sobre estos últimos en mi investigación sobre el ocultamiento de las emociones negativas. (…)

 Un engaño puede acarrear dos clases de castigo: el castigo que aguarda en caso de que la mentira falle y el que puede recibir el propio acto de mentir. Si están en juego ambos, será mayor el recelo a ser detectado. A veces el castigo en caso de que a uno los descubran engañando es mucho peor que el castigo que deseaba evitar con su engaño. En Pleito de honor, el padre le comunicó a su hijo que ésa era la situación. Si el descubridor de mentiras puede hacerle saber con claridad al sospechosos, antes de interrogarlo, que su castigo por mentir será peor que él se le imponga por su delito, tiene más probabilidades de disuadirlo de que mienta.

 Los padres y madres debería saber que la severidad de los castigos que imponen a sus hijos es uno de los factores influyen en el hecho de que éstos confiesen sus transgresiones o mientan al respecto. Hay un relato clásico, el de la historia algo novelesca de Mason Locke Weems titulada The Life and Memorable Actions of George Washington.

El padre le habla la pequeño George y le dice: “Muchos padres, por cierto; obligan a sus hijos a incurrir en esa vil costumbre [mentir] Azotándolos bárbaramente por cada pequeña falta que cometen; así es como, la vez siguiente, la criatura, aterrada, suelta una mentira… sólo para escapar a la paliza. Pero en cuanto a ti, George, como sabes muy bien, porque siempre te lo he dicho, y ahora te lo repito, si por casualidad haces algo malo –lo cual va a suceder con frecuencia, ya que todavía no eres más que un chico sin experiencia ni conocimiento- jamás debes decir una falsedad para ocultarlo. Más bien tienes que venir a contármelo yo, en lugar de pegarte, te honraré y te querré más aún por eso”.

Varios conocidos episodios indican que George confió en lo que le dijo su padre. No sólo los niños pueden perder más por el propio hecho de mentir que lo que habrían perdido en caso de decir la verdad. Un esposo quizá le diga a su mujer si bien el amorío que le ha descubierto lo hirió mucho, la podría haber perdonado si ella no se lo hubiera escondido: la pérdida de la confianza en ella le inflige un daño mayor que la pérdida de la confianza en ella le inflige un daño mayor que la pérdida de la creencia en su fidelidad.

Tal vez su esposa no supiera esto, o tal vez no fuera cierto. La confesión de un amorío extraconyugal puede juzgarse una verdadera crueldad, y el esposo agraviado puede sostener que si su conyugué hubiese sido realmente considerada con él, habría sido más discreta y no habría permitido indiscreciones.

Puede ocurrir que marido y mujer no coincidían al respecto. Los sentimientos varían, además, con el curso del matrimonio. Una vez que se ha producido una relación extraconyugal, las actitudes de uno u otro pueden cambiar radicalmente al respecto de lo que eran cuando este amorío sólo era una hipótesis. Pero aunque el transgresor sepa que el daño que sufrirá si se descubre su mentira será mayor que el que recibirá si admite su falta, mentir puede resultarle muy tentador, ya que confesar la verdad le provocará perjuicios inmediatos y seguros, en tanto que la mentira contiene en sí la posibilidad de evitar todo perjuicio.

La perspectiva de eludir un castigo inmediato puede ser tan atrayente que el impulso que lo lleva a eso hace que el mentiroso subestime la probabilidad de ser atrapado, y el precio que ha de pagar en caso de serlo. El reconocimiento de que la confesión habría sido una mejor estrategia llega demasiado tarde, cuando el engaño se ha mantenido ya por tanto tiempo y con tantas argucias, que ni siquiera la confesión logra reducir el castigo.

 A veces no hay duda alguna en cuanto a los costos relativos de la confesión y de la continuación del ocultamiento. Hay acciones tan malas en sí mismas, que por más que uno las confíes en nadie va a venir a felicitarlo por haberlo hecho, y por otro lado su ocultamiento poco agrega al posible castigo que tendrá el transgresor. Esto es lo que sucede cuando la mentira oculta el maltrato de un niño, o un incesto, un asesinato, un acto de traición o de terrorismo. Quienes confiesen estos crímenes no deben esperar ser perdonados (aunque la confesión acompañada de constricción puede reducir el castigo), a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la posible recompensa de ocultamiento de esos crímenes, una vez descubierto, provoque un arrebato de indignación moral.

No sólo personas aviesas o crueles pueden hallarse en esta situación: los judíos que ocultaban su identidad en la Alemania ocupada por los nazis, los espías durante la guerra, gan an muy poco confesando, y nada pierden si procuran seguir manteniendo su engaño. Pero aun cuando no tenga probabilidad alguna de reducir el castigo, un mentiroso puede confesar para aliviarse del peso que significa sostener el engaño por más tiempo, o para aplacar su alto grado de recelo a ser detectado, o su sentimiento de culpa. Otro elemento que debe evaluarse al ver de qué modo lo que está en juego influye en el recelo a ser detectado es lo que gana o pierde el destinatario, y no sólo el engañador. Por lo común, lo que éste gane dependerá de aquél.

El malversador de fondos gana lo que pierde su patrón. Pero no siempre las ganancias y pérdidas respectivas son las mismas. La comisión que percibe un vendedor por vender un producto que no tiene puede ser mucho más pequeña que la pérdida del incauto cliente, pérdida del incauto cliente. Y lo que está en juego para el engañador y su destinatario no sólo puede diferir en cantidad sino en calidad.

El Juan Tenorio ganará una aventura, pero el esposo cornudo por su culpa perderá el respeto que se tiene a sí mismo. Si lo que está en juego difiere de este modo, esto puede determinar el recelo del mentiroso a ser detectado. Todo dependerá de que sepa reconocer la diferencia. (…)

 Para sintetizar, el recelo a ser detectado es mayor cuando:

- El destinatario tiene fama de no ser fácilmente engañable;

- El destinatario se muestra suspicaz desde el comienzo;

- El mentiroso carece de mucha práctica en el arte de mentir, y no hay tenido demasiados éxitos en esta materia;

- El mentiroso es particularmente vulnerable al temor a ser respaldado;

- Lo que está en juego es mucho;

- Hay en juego tanto una recompensa como un castigo; o bien, en el caso de que hay una sola de estas cosas en juego, es el castigo;

- El castigo en caso de ser atrapado mintiendo es grande, o bien el castigo por lo que se intenta ocultar con la mentira es tan grande que no hay incentivo alguno para confesarla;

- El destinatario de la mentira no se beneficia en absoluto con ella.

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