sábado, 11 de junio de 2011

INFORME DE OPINIÓN

El ojo del miedo
       

(APe).- El pibe paseaba con la maceta en la mano. Un movimiento veloz. Un par de risotadas que tuvieron eco en los otros dos que iban con él. La ciudad se hundía en las penumbras, entre la oscuridad y la niebla. Eran los protagonistas inconcientes de una película que estaba siendo filmada desde el centro de monitoreo. En unos cuantos minutos la planta tenía ya poca vida. Estaba envuelta en la danza del pibe que seguramente había deglutido con celeridad dos o tres birras con el resto. La vida suele resumirse tantas veces en unos pocos instantes de felicidad de final anunciado. Bastaron menos de 24 horas para que su imagen estuviera en la pantalla de los medios de información electrónicos. 
“Menor delincuente captado por las cámaras”, se leía para el regodeo ciudadano que veía en esa película fugaz las escenas dantescas del chico que acababa de birlarse una maceta como un Robin Hood malherido que no tendría nada para repartir en la aldea.

Es el paradigma del ojo vigilante. Escruchantes o pibes con unas cuantas copas en su haber detectados inteligentemente por una cámara de vigilancia. La sociedad parece respirar por un ratito algo más tranquila. El gran ojo que mira y convoca a los hombres de uniforme al instante para poner freno a la delincuencia atroz capaz de entrar a oscuras en una casa vacía. No mucho más pero que de la mano de ese freno asesta golpes de efecto brutal.
Daniel Scioli ahora lo confirmó. A exactamente cuatro meses y medio de las elecciones de octubre, el gobernador anunció ante 400 jefes policiales de la provincia más amplia y populosa que las cámaras llegarán a las villas. 32 asentamientos y barrios precarios tendrán sobre sí la mirada pétrea y alerta de la policía de la provincia de Buenos Aires. “No voy a desproteger a quienes nos protegen”, les dijo en lo que la prensa interpretó fácilmente como un “guiño” para los hombres de uniforme. Serán -dicen- 200 nuevas cámaras.
Cada ojo vigilante controlará, implacable, los movimientos del cartonero que cada mañana parte con el carrito de caballo cansado rumbo a la gran ciudad. Seguirá estoicamente las danzas acrobáticas de los pibes que con la pelota se soñarán maradonas eternos. Vigilará férreamente a la mujer cansada que lleva a sus críos al comedor porque en casa no hay ni habrá. Advertirá los sueños que se caen y se hunden en el barro cuando la lluvia vuelve gota espesa el territorio inexpugnable de los marginados. Mirará ajenamente cómo se muere el hombre porque la ambulancia no entra a la barriada de precariedades viejas.
El ojo captará en documentos históricos el concentrado más atroz de la perversidad de un sistema que crece y se reproduce a fuerza de inequidades y golpizas precoces. En 1975 Michel Foucault describía al sistema social como régimen panóptico. Y Jeremy Bentham, dos siglos antes, elucubraba esa visibilidad totalmente organizada alrededor de una mirada dominante y vigiladora.
Los cada vez más poblados asentamientos de la exclusión más rotunda tendrán la mirada constante que sabrá de la espesura de los días en esos territorios. Hace un año ya el mismo gobernador había salido velozmente al cruce de cuanto malpensado que creyese que la pobreza crece y la indigencia avanza a paso de ejército deglutidor que “el crecimiento demográfico (de las villas) se debe a factores tales como la inmigración proveniente del interior del país”.
Era la respuesta firme ante la publicación -en boca de su propio ministro Baldomero Alvarez de Olivera- de un estudio de la Universidad de General Sarmiento que decía que en el mismo lapso en que la población del Area Metropolitana Buenos Aires había crecido en un 6,6 por ciento, en las villas esa suba alcanzó casi el 58 por ciento.
La mirada rígida y firme del foco controlador rodeará con su movimiento de vaivén el paseo desatado de una parejita de la villa que juega al amor en las noches de luna llena. Aguzará su vigilancia ante el paso peligroso de las sombras en el asentamiento sin luces ni cloacas ni techos firmes ni calles asfaltadas. Perpetuará la sonnolencia de la doña que asoma en la madrugada para desgastar dos horas y media de su cuerpo rumbo a la casa de la patrona que le guardará las migajas de su vida tan desigual. Cobijará en su memoria los tenues respiros del pibe que aspira poxirrán o se gasta el cerebro con una dosis de paco.
De a cientos las cámaras se instalarán como brazo del estado entre las casuchas que ya ni siquiera esperan un mañana. El ojo vigilante se asumirá como el castillo del panóptico desde el cual se dominarán los ires y venires, los suspiros y los miedos, las fatigas y las angustias. Se pondrá en escena el sintetizador contundente de los movimientos de los que no tienen ni son ante los ojos del sistema. Y llevará del otro lado del muro un baño de tranquilidad ante tanto terror diseminado entre la buena ciudadanía, esa que define -a ojos del poder- su propio destino dentro del cuadrilátero de las urnas. El miedo, después de todo, es para los marioneteros del sistema un compañero ineludible y necesario.

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